La literatura de viajes como modelo y guía para el escritor

Escrito por Philip Potdevin
Categoría: Otros artículos Creado: Martes, 08 Agosto 2017 12:03

En los últimos años he descubierto el vasto universo de la literatura de viajes. Si bien ella siempre ha estado allí, mi curiosidad, tan inquieta por los mundos narrados no había dado tregua para concederme el permiso para asomarme a este género de manera seria y consistente.

El libro que me abrió este mundo es Stones of Aran: Pilgrimage del inglés Tim Robinson. Esta obra se ocupa, en una densa, meticulosa y preciosa prosa, de describir los accidentes geográficos del contorno de la mayor de unas islas en la bahía de Galway, en Irlanda, donde Europa deja de ser Europa y mira a lo lejos al continente americano.

Parecería absurdo o innecesario dedicar más de trescientas páginas de abigarrada prosa para describir únicamente el agreste litoral de Inis Mor, que a pesar de ser la mayor de las tres islas de Aran su área cuadrada apenas alcanza los treinta y dos kilómetros cuadrados. Sin embargo, el libro no se limita a una descripción fría de los accidentes geográficos del perímetro de la isla. Robinson usa esta aproximación propia del cartógrafo para hacer una historia del lugar, de las civilizaciones que lo han poblado, de las vicisitudes vividas por sus habitantes a merced de un clima nada benigno. Es su versatilidad para pasar de la geografía a lo humano y a lo histórico lo que hace el libro ameno y asombroso. Por ello, al terminar Pilgrimage uno queda con la misma satisfacción experimentada tras una excelente cena donde aún hay campo suficiente para el postre. La sobremesa está comprendida en un segundo libro del mismo autor, llamado Stones of Aran Laberynth, igual de extenso y bien escrito como el primero que se ocupa ya no del litoral de la isla sino del interior de la misma.

Robinson además de ser un geógrafo y experto en cartografía, es un formidable escritor que tiene la cualidad esencial de todo escritor, no solo el cronista de viajes, la capacidad de observación, de ir al detalle, de encontrar historias a partir de la información más sencilla o mínima posible.

Las islas de Aran, además de contar con los acantilados más impresionantes de la geografía global, es una isla riquísima en historia celta, cristiana y llena de mitos y leyendas, los elementos suficientes para que Robinson pueda elaborar esos dos volúmenes que tienen la capacidad de enganchar a cualquiera en el género si es que ya no es un adicto al mismo.

Recuerdo, que de allí pasé a un hito de la literatura de viajes: En la Patagonia, de Bruce Chatwin y ya no fue necesario más para declararme un lector aplicado y, a la vez, aprendiz de escritor de la literatura de viajes. Chatwin logra, a partir de los fugaces encuentros con los habitantes de la Patagonia, describir la esencia de ellos con una capacidad de síntesis, de aguda observación que logra plasmar de la manera más casual y desprevenida posible.

De allí en adelante fue redescubrir un libro pasado por alto hace veinte años, Danubio, del italiano Claudio Magris, que narra la historia del Danubio desde su nacimiento en la Selva Negra hasta su desembocadura en el Mar Negro, y luego otro, otro y otro.

Por estos días he descubierto una maravillosa colección de pequeños libros sobre literatura de viajes. Se trata de la Pequeña Biblioteca Gadir, Ítacas que incluye: de Stendhal, El síndrome del viajero: Diario de Florencia; de Victor Hugo, Elogio de París; de Vicente Blasco Ibáñez, China; de Flaubert, El Nilo, Cartas de Egipto; de Melville, Viajar y de Suso Mourelo, Donde mueren los dioses, viaje por el alma y por la piel de México. Igualmente en Gadir pero por fuera de la colección Ítacas, de Dickens, El viajero sin propósito.

En cada uno de estos brevísimos libros se constata lo que ya todos sabemos. Que el escritor de ficciones es, por lo general, un excelente observador en sus viajes y que tiene la capacidad de extraer la quintaesencia de lo que muchos viajantes pasan por alto sin siquiera posar sus ojos por unos instantes. Trátese de lugares inhóspitos, de habitantes, de museos o de costumbres, el maestro de la escritura se distingue por su finísima agudeza visual y perceptiva, y por su capacidad de convertir en literatura lo que para otros no pasa de ser apuntes de viaje.

Por ello, si bien parezca innecesario decirlo, un ejercicio obligado de todo escritor que desee madurar y perfeccionar su estilo, es el de atreverse a escribir sobre las impresiones que le generan sus viajes, así no sea con el propósito de publicar más adelante esos ejercicios. Y para el lector llano, qué mejor que el doble deleite de una inmersión en un libro de viajes: el compartir las experiencias del autor y el deleitarse con la prosa y el estilo de este último.

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