Hye, el cuento ganador de Jairo Andrade en el Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá 2014

Escrito por Philip Potdevin
Categoría: Reseñas de libros Creado: Martes, 08 Agosto 2017 22:25 Hye*
Jairo Andrade

Abrí la escotilla poco después del mediodía. Dadas las circunstancias, era la primera vez que veía el mundo. Un manto de niebla impedía ver a unos pocos pasos, también era difícil respirar. El ardor en los ojos me hizo extrañar la máscara. «Debí ponérmela antes de salir», pensé. Una inesperada contraparte se interpuso: debía rechazar cualquier cosa que proviniera de un ser humano, yo mismo incluido, por supuesto. ¿Cómo confiar en la especie, si éramos artífices de la obscenidad que me rodeaba?
La arboleda y el jardín se habían evaporado. En su lugar encontré un área rocosa lamida por el viento corrosivo. En el hangar, la avioneta parecía indemne; seguro todavía funcionaba. Incluso tenía combustible, en media hora podría llegar a la península. Pero estaba decidido: dejaría que la radiación cumpliera con su tarea, daba lo mismo dónde. Pensé caminar hasta el pueblo, sólo por curiosidad, pero estaba muy débil. Me senté en el suelo, apoyado contra la rueda de la aeronave. Jadeaba como si estuviera en la cima del Everest, aunque la pequeña isla asiática me situaba a unos pocos metros por encima del nivel del mar. Una brisa ridícula sacudió las latas del techo del hangar, ligeramente encrespadas por la reciente tormenta de neutrones.

***
Todo sucedió con velado cinismo. Mi carrera artística estaba en su culmen. Mientras me abstraía en el diseño de formidables masas hiperrealistas de seres humanos desnudos, decididos y vigorosos, que retaban la escala anómala de las ciudades, la posibilidad de una guerra serpenteaba por los noticieros. La tensión tras la primera agresión escaló en pocos días. Yo acababa de instalar mi monumental alusión a una virgen desnuda, elevada con helio entre los cerros de Guadalupe y Monserrate. Me embriagué por última vez con su exótica promesa desde el parabrisas trasero, mientras el taxi avanzaba por la avenida El Dorado. Volé esa tarde a Seúl, pondría a levitar una gimnasta sobre las aguas del Mar Amarillo. En pleno jet lag, mientras me registraba en el hotel, recibí las últimas noticias. El impacto de una ojiva atómica sobre territorio aliado, posiblemente debida a un error, había provocado una respuesta bélica inmediata. Consideré salir de la zona, pero una última posibilidad me retuvo.

Me encerré a bosquejar una figura que acaso ayudara a conjurar la debacle: una niña, entreví, de por lo menos cien metros, flotando de pie a unos centímetros de tierra firme, a punto de romper en llanto. La guerra me impidió concretar la idea. El poder destructivo y el alcance de la radiación emitida por cada detonación hacían más absurdo cada nuevo golpe. El tope de la estupidez llegó con el uso de la bomba de neutrones, capaz de evaporar a los seres vivos y dejar intacta la infraestructura. El clima enloquecido hizo el resto. Los vientos radiactivos surcaron el planeta. Las ciudades bombardeadas o alcanzadas por la radiación permanecían en pie, aunque deshabitadas, convertidas en enormes vitrinas del error. En su interior cada calle, cada computador, cado vaso y cada lápiz seguían a la espera, perfectamente disponibles.

La elite que tenía acceso a los refugios de seguro sobrevivió, igual que yo. Tampoco me importa. Al fin y al cabo sobreviví en contra de mi voluntad. Estaba dispuesto a morir en mi estudio, rodeado por mis inútiles bocetos, hasta que apareció mi hija, me subió a la avioneta y me condujo aquí, el refugio más cercano. ¿Cómo contrariar su instinto de supervivencia si yo le había dado la vida? Sin embargo, nuestro destino estaba sellado por la tragedia. En el precipitado escape, ella había perdido su insulina. La segunda noche, mientras buscaba cómo aliviar una nueva crisis, escuché el disparo en su cubículo. Salir era todo lo que podía hacer. Empujado por un dolor muy parecido a la furia, digité el código que abría la escotilla del refugio.

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A final de tarde arribé al pueblo. Como me lo esperaba, no era más que una maqueta. Caminé errático por sus calles desiertas. Todo lo que encontré fue algunas manchas de muertes súbitas en los autos y en las calles. Agotado y sediento, entré a la oficina de la gasolinera con la esperanza de conseguir agua. La camisa del gerente había caído sobre el escritorio, junto al teléfono descolgado. Sus gafas seguían enganchadas a la bocina. Eso era todo, excepto por la mancha marrón que dibujaba su silueta y un hedor agrio que me obligó a abandonar el lugar.

Aunque temía encontrar escenarios familiares incluso peores, decidí entrar a una casa cualquiera. Estaba vacía. Por fortuna, todo en orden. Incluso el televisor había quedado encendido, sin señal. En la nevera había agua y víveres. Me preparé un sándwich, que devoré con un vaso de vino; todo tenía un ligero tufo alcalino. Dormí un par de horas en la alcoba principal y en la tarde salí a caminar sin rumbo. Pensaba en lo que haría mientras tanto. ¿Moriría en esa cómoda casa, sentenciado por el menú radiactivo?, ¿me amarraría plomadas, tomaría un bote y me lanzaría al mar una mañana? Estas y otras preguntas me llevaron a la playa. El oleaje mantenía su acento indolente contra el malecón, mecía una franja parda de despojos. Aquel océano ya no ofrecía más que un ritmo estéril, pero era la mejor música que tenía, y como tumba parecía la más propicia: la muerte como deriva. Decidí instalarme en la casa y visitar todos los días la playa, mientras ultimaba los detalles de mi despedida.

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La mañana siguiente, al salir de la casa, advertí que una niña me espiaba desde la gasolinera. Intentaba esconderse tras la máquina de hielo, tendría unos doce años. Al acercarme pude comprobar que su estado de salud era crítico. Había que vendarla por completo para aminorar el dolor que debía producir una piel en tales condiciones. La situación era inquietante. En cierto modo, se parecía a mis últimos bocetos. Una niña asiática, delgada y aterrada, de negros ojos almendrados y lustrosa cabellera hasta los hombros. En mis bocetos, sin embargo, todo aún estaba en su sitio. Esta era la realidad, cualquier boceto resultaba grotesco. La niña apenas sabía unas pocas palabras en inglés que nos ayudaron a entablar la comunicación más básica, apoyados en señas. Entramos a la casa. No logré entender cómo había sobrevivido, al parecer un túnel o depósito subterráneo había atenuado los vientos letales. Con gran dificultad escribió su nombre sobre una libreta: Hye.

Los cuidados que requería Hye me distrajeron temporalmente. Ese día, en vez de ir a la playa, me dirigí al supermercado en busca de medicamentos y otras provisiones. Noté que la sección de ferretería disponía de las herramientas y materiales que usaba para dar forma a mis primeras esculturas. Los recuerdos de aquellas obras labradas en solitario, al calor de los instrumentos en la mano, desfilaron por mi cabeza como fantasmas. Los desplacé con ideas prácticas, como la posibilidad de subir a Hye a la avioneta y llevarla hasta la península, tal vez aún fuera posible encontrar algún tipo de ayuda. De regreso, le hice saber mis planes, pero ella se negó. Al parecer, estaba muy consciente de su situación. Había decidido permanecer ahí, en ese cuarto ajeno de una niña anónima, sin otro límite que el de lo inevitable.

Desinfecté sus heridas y la vendé, luego tomamos un almuerzo tardío, en silencio. No fue fácil compartir comida contaminada con una niña moribunda, y sonreír para pretender que todo estaba bien, que mañana estaría mejor. Al terminar, cayó en un sueño convulsivo, con los ojos abiertos.

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Aunque Hye sin duda empeoraba, decidí reanudar mis visitas matutinas a la playa. El mar, aun lastimado, seguía siendo un buen calmante. Sabía que no sería capaz de abandonarla a su suerte, aunque ella me miraba con callado asombro cada vez que volvía su cuarto, hacia el mediodía. Era comprensible, mi aspecto no era el mejor. Ya presentaba profusas lesiones en la piel y con el paso de los días me era doloroso hasta respirar. Sentía que empezaba a perder la vista. Las siluetas se hacían borrosas y los colores impredecibles. Por eso esa mañana, cuando entreví la enorme silueta varada en la playa, tuve que acercarme para asegurarme de no estar alucinando.

Sí, era el tronco de un árbol enorme. No cabía duda: ¡era un baobab! Conjeturé un viaje de miles de kilómetros desde Madagascar o las costas de África, perdiendo las raíces y el ramaje en el trayecto, haciéndose más veloz y maleable cada día, hasta alcanzar justo esa playa, anoche. La enorme masa había sido lamida por el océano con monstruosa delicadeza. Superaba los veinte metros de longitud, no tendría menos de cinco metros de diámetro en su parte más ancha. Era un llamado, el mensaje hallado en una botella. Acaricié su superficie pulida por los vientos y las mareas. Me pareció que bramaba. Olía a marisma y a selva, a entrañas palpitantes de animales fabulosos. Por cerca de una hora lo admiré desde todos los ángulos. Estuve a punto de perder la conciencia, borracho de vida frente al coloso.

Pese a mi exigua condición, saqué energías para conseguir unas cuerdas de las cabañas de los pescadores, rodear el tronco y atarlo a una columna del malecón. La idea de llegar a la playa al día siguiente y encontrarla vacía me descorazonaba por anticipado. Volví a casa exhausto, a media tarde. Intenté contarle mi descubrimiento a Hye durante el almuerzo, pero estaba absorta en un silencio mecánico. Parpadeaba con lentitud, como si no fuera a abrir los ojos a continuación.

Esa noche soñé con el tronco varado en la playa. En una conversación que podría llamar orquestal, me contó sobre la gentileza variable del humus africano, los ecos temperamentales de las corrientes marinas y el trazado de los senderos estelares que había avizorado en su travesía. También me confió en lo que esperaba convertirse. En la mañana, mientras me cepillaba los dientes, una muela se zafó de su sitio, acompañada de una fuerte hemorragia. Comprendí que tenía menos tiempo del que era necesario.

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Para agilizar mis desplazamientos tomé una camioneta de la gasolinera. El pueblo disponía de lo indispensable para completar la obra. Solo tenía que preocuparme por ahorrar todo el tiempo y la energía que me fuera posible. Mi concepción hiperrealista resurgió vigorosa: un gemelo marino del poderoso baobab, esa era mi meta. Me dirigí a la precaria biblioteca, en busca de una enciclopedia. Tenía en mente un cetáceo capaz de ocupar toda el área que el baobab ofrecía. Sin duda la mejor opción era una ballena azul. Hallé el escueto nombre de la especie: rorcual. De seguro tampoco quedaban rorcuales en las aguas malheridas. Pues bien, reviviría un rorcual en el tronco de aquel baobab que la suerte había puesto en mis manos. Las preguntas me asediaban mientras trazaba líneas frenéticas. ¿Cómo? ¿Por qué? ¿Podría conseguirlo? Y en últimas, ¿qué sentido tendría? Evité el laberinto de las interrogaciones arrojándome al cálido abrazo de la incertidumbre. La mañana terminó pronto.

A mediodía le mostré a Hye los bocetos, entre palabras sincopadas y señas. Primero el baobab, varado en la arena, con anotaciones de medidas y otras características al margen. Luego los dibujos de la rorcual, también acompañados de precisiones apremiantes. Por último, le extendí el esquema del plan de trabajo sobre el madero. Al principio pareció desconcertada ante las previsiones de los cortes que darían lugar a la esbelta anatomía. Un momento después pareció comprender cómo poco a poco surgirían de la masa cilíndrica la enorme cabeza, la cola, las aletas pectorales y la pequeña aleta caudal. Me acerqué, lápiz en mano. Tomé el papel y bauticé el prospecto de la escultura terminada con su nombre: Hye. Le devolví la hoja. Por fin, una incipiente sonrisa asomó a sus labios. Quise creer que sus ojos brillaron al acariciar aquel trozo de futuro con sus dedos agotados. Enseguida, una vez más le ganó el sueño.

***
Con la camioneta llevé las herramientas hasta la playa y arrastré el tronco fuera del agua para empezar a esculpirlo. Dado el acoso de la ceguera, dibujar el prospecto de cortes sobre el tronco húmedo resultó más difícil de lo esperado. Sin embargo, al final de la mañana había extraído los sectores de sobra para dar forma burda a las tres aletas. Todavía parecía cualquier cosa, un zapato o una oruga, por ejemplo. La masa amorfa, amarrada al malecón, me retaba con resuellos que bien podían provenir del mismo mar o del interior de mi cabeza en desventaja.

Volví a casa, cambié los vendajes de Hye y tomamos un almuerzo de comida enlatada. Ambos acusábamos problemas digestivos. Toda la tarde estuve en cama, afiebrado, vomitando. En el fondo de mí ansié la existencia de otro mundo. No mejor, ni peor, solo uno en el que reinara la más absoluta quietud. La rorcual me llamaba, varada entre dos mundos. Empecé a temer lo peor. Hacia medianoche, desesperado, conduje hasta el malecón. Las luces de la camioneta me confirmaron que ahí estaba, derrumbada sobre un costado, como si se aliviara de una comezón insoportable contra la arena. No pude resistirme a trabajar con las luces imprecisas de la camioneta. Igual mi visión era cada vez peor. Ahora alteraba el campo de profundidad de tal modo que los detalles de un objeto lejano podían aparecer con total nitidez, mientras que el entorno más cercano se hacía distante y borroso. El sentido del oído, en cambio, se había agudizado más que nunca.
Al día siguiente, cuando me disponía a volver a casa, me percaté de los primeros vuelos de reconocimiento sobre la línea del horizonte. Se trataba de una escuadra de las fuerzas aliadas. Otro en mi lugar habría saltado de alegría, e iniciado una fogata. Yo me escurrí bajo una aleta de Hye, y esperé a que se perdieran en el cielo para subir a la camioneta.

***
Con el paso de los días mi visión era tan defectuosa que con frecuencia chocaba la camioneta. Pronto tuve que tomar otro auto. Tampoco estaba seguro de que mis retinas alteradas fueran las únicas responsables de mi torpeza. Tuve que empezar a vendarme, pues las extensas ulceraciones de la piel dificultaban el movimiento más sencillo. Mi perturbado sentido del equilibrio a veces me tiraba contra el piso de la casa o contra las herramientas en la playa. Solo el oído y el olfato parecían exentos de daño grave. Sin embargo, no podía parar de trabajar en la escultura. Bien fuera de día o de noche, me esforzaba en un limbo de tinieblas, dirigido por el instinto y las alucinaciones.

Tras lograr la mayor naturalidad de la posición en la que Hye había encallado en la playa, así como los volúmenes y pliegues propios de cada zona, e incluso el misterio de la mirada, empecé a bruñir la superficie tersa y vivaz del cetáceo. Sin duda, había conseguido una obra notable. Tanto si de lejos consideraba los detalles, como si de cerca estudiaba el conjunto, el efecto era asombroso. Hye, aunque exánime, parecía estar viva.

En la noche tinturé el borde negruzco de la boca y pulí la imperfección causada por el desgaste de las barbas en su interior. A la mañana siguiente, mientras le tomaba las últimas fotos que entregaría a la niña, percibí el ruido de una flotilla de helicópteros. Esta vez no pude verlos. El cielo me presentaba un telón monótono y artificioso que me recordó la bata verde de un cirujano. Conduje sin sobresaltos hasta la casa, subí al cuarto de la niña y le entregué las fotos. Me disponía a bajar en busca del almuerzo pero ella me detuvo. Tenía los ojos brillantes. Con un par de gestos que no podían significar otra cosa, me dio las gracias y se durmió definitivamente.

Bajé su cuerpo del cuarto y lo subí al auto. Ya había previsto que la abandonaría al oleaje, iría a acompañarla en breve. Al llegar a la playa sentí un vacío en el pecho. Salí del auto para verificar que no me engañaban los sentidos. No era así. Había sucedido. Las cuerdas rotas se retorcían entre la espuma. Hye ya había partido. Sobre la arena de la playa se entreveía el rastro de su aparatoso regreso al océano. Solo faltaba yo, que ya empezaba a oír los susurros orquestales de ambas, fundidas a los demás pobladores del océano.

Jairo Andrade (Cali, 1971)
Escritor, editor y director de talleres literarios. Premio Distrital de Cuento Ciudad de Bogotá (2014), Premio Nacional de Cuento Jorge Gaitán Durán (2012), primer premio en el concurso de cuento IDCT (Bogotá, 1999), segundo premio en el Concurso Nacional de Cuento Universidad Central (2010) y mención de honor en el concurso de cuento homenaje a Clarice Lispector del Instituto Brasil–Colombia (2011). Director de talleres y jurado de concursos literarios en diversas universidades y en el Concurso Nacional de Cuento RCN-Ministerio de Educación desde 2007. Director del Taller Virtual de Escritores desde 2009 y de los talleres literarios de la Fundación Gilberto Alzate Avendaño desde 2002. Director del Taller Virtual de la Red de Talleres Locales de Escritura (Idartes) desde 2012. Ganador de Becas a Antologías de Talleres Literarios, del Ministerio de Cultura en 2011.


* Nombre coreano que significa “Llena de gracia”.

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