Presentamos cuatro tratados amorosos, dos de origen latino y dos de procedencia hispano-árabe: la obra poética de Catulo, El Collar de la Paloma, los Carmina Burana y el llamado Kama-Sutra Español.
En realidad, sólo El collar de la Paloma y El Kama Sutra Español reunen los requisitos formales de un tratado amoroso, entendiendo por este una obra dedicada a la relación afectuosa y erótica de la pareja. La poesía de Catulo y los Carmina Burana son apenas dos ejemplos entre muchos de origen latino, como lo es Ars Amatoria de Ovidio y el Satiricón de Petronio, que permiten aproximarnos a la relación amorosa en la Roma pre-Imperial y en el medioevo germano.
Hablemos de la primera obra, la de Catulo:
Gaius Valerius Catullus, fue un joven afortunado, nacido en el seno de una familia noble y pudiente de la Verona Cisalpina. Su familia tenía una villa de verano cerca de un lago a las afueras de la ciudad donde solía hospedarse Julio Cesar al transitar por esos parajes. Por carecer de afanes económicos, Catulo pudo dedicar la mayor parte de su corta vida, de apenas veintitrés años, a la vida licenciosa y a escribir poesía. Es así como los poemas de Catulo, en gran parte autobiográficos, se pueblan de banquetes hasta el amanecer, escándalos y francachelas con jóvenes esclavos depilados que servían para saciar las ansias homoeróticas de sus amos. Su máxima preocupación podía ser cómo emplear el día siguiente para el goce sensual y sensorial o cómo exaltar mediante un verso la belleza de un aro alrededor de un tobillo. Catulo nos deja un de los más vívidos retratos del fin de la República Romana en su esplendor y decadencia.
Gran parte de su obra está dedicada al amor de su vida Lesbia, seudónimo tras el cual el poeta esconde el verdadero nombre de una mujer de la sociedad romana llamada Clodia y casada con Metelo Céler, gobernador de la Galia Cisalpina y que murió envenenado, al parecer por manos de su misma esposa.
Catulo no fue el primer poeta latino de ocuparse del tema erótico, pero sí quizás el primero en tratarlo abierta y profusamente. Antes que él hay ejemplos de poesía amorosa y sensual. Livio Andrónico, poeta del siglo tercero antes de la Era Común, Terencio, poeta del siglo sIguiente y Lucrecio, quien murió un año antes del nacimiento de Catulo, se ocuparon del tema erótico de una manera más o menos explicíta. Quizás la influencia más directa de Catulo proviene de las poetisas griegas, en especial de Safo de Lesbos, a quien leyó con fruición y deleite. No de otra forma podemos explicar que haya escogido la isla donde esta vivió, Lesbos, cómo forma para aludir el nombre de su amada Clodia. Entre Catulo y Safo existe comunidad de estilo, de pasión por lo cotidiano, de ardor y de erotismo. La lírica de los dos es personalísíma. Ambos cantan sus iras y sus amores, sus celos y sus decepciones. Los dos usan la primera persona como punto de partida de su poesía. Safo exalta el amor entre mujeres mientras que Catulo, canta por igual a Lesbia como al amor a los mancebos; igual llora por la traición de Lesbia como por la indiferencia de un efebo. Lesbia es, al igual que Catulo, non sancta, y da a Catulo más de un dolor de cabeza. De allí el celebre verso: odi et amo inscrito dentro de un poema de desesperanza:
Odio y amo. Preguntarás tal vez por qué lo hago,
No lo se, pero lo siento así y me torturo.
La pasión de Catulo es hedonista. Aquí da rienda suelta a su ansiedad amorosa y declara su intenso amor por Lesbia:
Vivamos, Lesbia mía, y amémonos,
y las murmuraciones de los adustos viejos
pensemos que no valen ni el peor céntimo.
Los días pueden morir y renacer de nuevo;
nosotros, una vez extintas nuestra breve luz,
habremos de dormir una sola noche perpetua.
Dame pues, mil besos y después cien,
otros mil después, y por segunda vez otros ciento,
después mil sin parar, y después cien de nuevo
y cuando nuestra cuenta haya sumado
muchos miles, embrollémosla, no los contemos,
para que ningún envidioso pueda causarnos desgracia
al saber que han sido tantos, tantos los besos.
En los siguientes versos describe el número de besos que son necesarios para calmar la sed de amor:
Me preguntas Lesbia, cuántos besos
tuyos serían bastantes para saciarme.
Tantos como las inmensas arenas de Libia,
que se extienden por la laserpífera Cirene
...
Tantos como las estrellas, que cuando
calla la noche, ven los amores furtivos de lo hombres.
Esos son los besos tuyos, Lesbia mía
que podrían saciar al loco de Catulo,
tantos que los curiosos no pueden contarlos,
ni echarles maldición con mala lengua.
Catulo se debate entre la pasión y el odio y así logra producir pequeñas obras maestras. Los extremos pasionales aumentan su vena poética. En uno momento de desespero, en que imagina que Lesbia debe estar refocilándose con algún amigo suyo, trata de sacar fuerzas de la nada para olvidarse de su amada, y dice:
Mísero Catulo deja de hacer locuras,
y lo que ves perdido, por perdido tenlo.
Una vez brillaron para ti luminosos soles,
cuando ibas donde te llevaba una niña,
amada por mí como no lo será ninguna.
Eran muchos los goces entonces que querías
y nunca la niña te rehusaba alguno.
Una vez brillaron para ti luminosos soles.
Ella ahora no quiere, no quieras ahora tú tampoco,
ni persigas lo que huye, ni arruines tu vida,
sino que obstinadamente resiste, no cedas.
Adiós niña. Catulo no cede,
no te solicitará contra tus deseos:
Y tú te dolerás cuando nada te pida.
¡Ay de ti miserable! ¡Qué vida te espera!
¿Quién irá a ti y quién ahora te verá hermosa?
¿A quién amarás o de quién dirás que eres?
¿A quien besarás y que labios morderás ahora?
Más tu, Catulo, manténte y no cedas.
El poeta busca ahogar su dolor, y no tarda en encontrar otras fuentes de placer, como la dulce Ipsilla, en un poema de invitación al amor que termina con una metáfora fálica muy del tono de Catulo, que habla del apetito romano en las bacanales:
Te agradeceré, mi dulce Ipsilla,
delicias mías, encanto mío,
que me invites contigo a echar la siesta.
Y si quieres, añade otro favor:
que nadie cierre la puerta por fuera,
y ten a bien no marcharte,
quédate en casa y dispónte a
abrázarme nueve veces seguidas.
Pero si te place llámame ahora mismo:
pues he comido, y echado boca arriba, atiborrado,
atravieso el manto y atravieso la túnica.
Catulo busca también el amor de las meretrices, pero no tiene problema para objetar, con descarada sorna, lo que considera un precio exagerado por un encuentro casual:
Ameana, esa chica tan sobada,
me pide diez mil, nada menos.
Esa chica de nariz feuchina,
amiga del dilapidador de Formias.
Parientes que cuidáis de la muchacha,
llamad a los amigos y a los médicos:
La chica no está bien, no pide
como debe: tiene alucinaciones.
De vuelta al leitmotiv de Catulo: amor y celos por la amada. Tan pronto recibe el juramento del amor eterno de Lesbia ella sale en busca de nuevos y tal vez más adinerados amantes. En un momento de desespero, Catulo le confiesa a Celio, un amigo suyo:
Celio, mi Lesbia, aquella Lesbia
la Lesbia aquella a la que Catulo
amó más que a sí mismo y que a los suyos,
ahora por esquinas y callejones
se vende a los nietos de Remo, el magnánimo.
Y ya cansado, en su lecho de muerte, después de una corta pero agitada vida, admite haber aprendido una lección. Lleno de melancolía, ardor y desconsuelo, se lamenta:
A nadie se entregará, dice mi amada, salvo a mí,
Aunque Júpiter mismo se lo pidiese. Eso dice.
Más lo que dice la mujer al anheloso amante,
hay que escribirlo en viento y en agua huidiza.
A pesar de los amores que departió Catulo, entre Ipsilla, meretrices y los efebos Juvencio y otros innombrados, no cesó de cantar su amor por Lesbia:
Ninguna mujer puede decir que ha sido tan amada,
Lesbia mía, como tú has sido amada por mí.
Ni en el amor alguno hubo nunca mas lealtad,
que esta lealtad que tiene mi amor por ti.
por Philip Potdevin