“Estebana, atenta a los movimientos de su marido, le dijo, a media voz:
–Quieres que te prepare un cocimiento de valeriana?
–Mira mujer, es mejor que te acuestes sola; la razón que me irrita los nervios no es de las que calman la valeriana, ¿No ves que se trata del último pedazo de tierra?
¿A dónde vamos vivir con los muchachos si el Jesús Espitia hace una manguala para quedarse con él?”
Este fragmento no pertenece a una crónica reciente ni es un diálogo escuchado ayer a través de las rendijas de un rancho en cualquier lugar del campo colombiano. Es el mismo diálogo que se repite, que se ha repetido y se seguirá repitiendo en nuestro país (con variaciones) hasta la náusea, en torno a la principal causa de nuestro conflicto sin fin: la tierra.
Se trata de una pareja de campesinos del bajo Sinú, Gregorio Correa y su mujer Estebana Segura, en Tierra Mojada (1947) la primera novela de Manuel Zapata Olivella, publicada cuando el autor no llegaba a los treinta y que marcó el compromiso no solo con su raza y orígenes africanos sino con los marginados del país.
Temática persistente. Si hay alguna evidencia que aparece clarísima en el gran lienzo pintado a catorce pares de manos por los ‘sabios’ de la Comisión Histórica del Conflicto y sus Víctimas es que, en cuanto a la lucha por la tierra: «[…] existe consenso entre quienes han investigado el proceso, como “factor desencadenante” del conflicto social y armado. Con estas confrontaciones han estado asociados fenómenos como las usurpaciones frecuentemente violentas de tierras y territorios de campesinos e indígenas, apropiaciones indebidas de baldíos de la nación, imposiciones privadas de arrendamientos y otros cobros por el acceso a estas tierras, en no pocas ocasiones con el apoyo de agentes estatales, así como invasiones por parte de campesinos sin tierras o con poca disponibilidad de ellas, de predios constituidos de manera irregular .
Por ello, el Acuerdo Final establece en el punto de la Reforma Rural Integral (RRI): “Que a juicio del Gobierno esa transformación debe contribuir a reversar los efectos del conflicto y a cambiar las condiciones que han facilitado la persistencia de la violencia en el territorio. Y que a juicio de las Farc-EP dicha transformación debe contribuir a solucionar las causas históricas del conflicto, como la cuestión no resuelta de la propiedad sobre la tierra y particularmente su concentración, la exclusión del campesinado y el atraso de las comunidades rurales, que afecta especialmente a las mujeres, niñas y niños” .
Gregorio Correa y su amigo Próspero, en la novela de Zapata, siembran arroz en las orillas del Sinú, cerca de las bocas donde se vierte en el mar.
“–Pero mire como son las cosas –comentó Próspero–. ¿Cómo el Espitia le arrebató sus tierras? ¿Quién no sabe de punta a punta que ese suelo fue de sus antepasados y ahora lo arrojan con el pretexto de la ley? ¿Hacía dónde? ¿hacia la desembocadura? ¿Y la hija enferma”-
Todo apunta a que el Acuerdo Final traiga por fin, punto final a semejantes desmanes. En los principios que iluminan la RRI, se establece, entre otros, el de la regularización de la propiedad: “es decir, lucha contra la ilegalidad en la posesión y propiedad de la tierra y garantía de los derechos de los hombres y las mujeres que son los legítimos poseedores y dueños, de manera que no se vuelva a acudir a la violencia para resolver los conflictos relacionados con la tierra. Nada de lo establecido en el Acuerdo debe afectar el derecho constitucional a la propiedad privada” .
El campesino siempre ha luchado por librarse de la dominación de los hacendados que los explotan; nunca se extingue la ilusión de contar con una tierra propia donde no tenga que rendir tributo a nadie:
“Ahora [Estebana] lo comprendía todo; y pensando en sus hijos creyó que era mejor sufrir, agarrarse como fuera posible de las bocas y no ser siervos de nadie. Ella había visto como los hombres daban toda su energía sembrando para otros y que en cambio de sus desvelos solo recibían mal trato, hambre, enfermedades y miseria. Añoraban ser libres, pero todos los años eran más esclavos con las deudas. Algunos se liberaban cediendo la virginidad de sus hijas, pero eso no iba a suceder con Rosaura; ella le entregaría su cuerpo al hombre que amara”.
El problema es estructural y de vieja data. Mientras haya pobreza extrema y endeudamiento del campesino será difícil salir adelante en el tema de la tierra:
“–Ya el Félix Morelos me dijo que su patrón Espitia quiere comprarme las tierras. Yo le he respondido que no vendo…, ¡pero estoy endeudado!
–¿Esto le dijo Morelos? Ya puede darlas por perdidas, ¡que así comenzó conmigo y vea!”.
No es un asunto que se circunscriba a lo narrado por Zapata Olivella en su novela, tan olvidada, tan relegada por los que establecen el canon literario, como magnifica, fresca y vigente. El ejercicio intentado aquí de entresacar citas de Tierra mojada igual lo podemos acometer con cualquiera de los cientos de obras que se han ocupado, a través de los tiempos, sobre el asunto de la lucha por la tierra. Es inagotable como lo es la codicia de las élites por las tierras productivas, y ha sido suficientemente narrado tanto en la literatura nacional y de nuestro continente (y de todo país donde hay o habido campesinos que procuran vivir de sus tierras). De ello da cuenta nuestra tradición con obras como Siervo sin Tierra, La vorágine, El Cristo de espaldas, La otra raya del tigre, Toá, La casa grande, La oculta, La rebelión de las ratas, entre muchas, muchísimas; y, entre las latinoamericanas también, por solo mencionar unas pocas: Los perros hambrientos de Ciro Alegría, Huasipungo de Jorge Ycaza, Misteriosa Buenos Aires, de Mujica Laínez, Patagonia rebelde, de Oswaldo Bayer, Doña Bárbara de Rómulo Gallegos, Pedro Páramo de Rulfo.
Los medios para desplazar a los campesinos de sus tierras no son los mismos –la imaginación de la barbarie no tiene límites– pero casi siempre igualmente efectivos. En Tierra mojada:
“En cumplimiento de las instrucciones de su capataz, Félix Morelos, la peonada había arreado a los novillos desde muy lejos sin permitirles beber agua ni comer, para que entonces, instintivamente y sin mucho esfuerzo, arremetían contra los sembradíos”.
Y también, de manera más directa, casi como una solicitud respetuosa para el ultraje:
“Si el capataz Félix Morelos le había notificado que su patrón deseaba su pedazo de tierra, era señal de que pensaba arrebatárselo, si, como Próspero había dicho, no se lo vendía. Entonces ya no sería su familia, sino dos, las que se quedarían sin casas, ni tierra que sembrar”.
Hoy día –ayer también– los medios son sofisticados y extremos, casi siempre, el asesinato para vencer a los más guapos y el miedo para amedrentar a los que no quieren o se resisten a escuchar y obedecer la orden de desalojo.
En tiempos actuales el hacendado Espitia (o su capataz Morelos) de Tierra Mojada se ha multiplicado por mil en cabeza de jefes de bandas criminales y paramilitares como un tal Hugues Rodriguez que “su nombre sigue presente en varias de las denuncias por despojo de tierras en el llamado corredor minero del Cesar. Los reclamantes prefieren no decir su nombre en voz alta porque saben que conserva su poder en la región y temen que les impida regresar a sus parcelas” .
El sitio Verdad abierta cita otro caso: “En dos ocasiones, la muerte rondó a la familia de Aidé Torres Fierro. El 18 de agosto de 1991 fue asesinado su compañero, Antonio María Meza Torres, a pocos metros de su parcela en un terreno que se conocía como El Gobierno, porque eran predios fiscales que eran ocupados por campesinos como ellos, que esperaban que algún día se las titularan. Nueve años después, el 18 de febrero de 2000, su hijo mayor, Óscar, fue baleado por paramilitares durante la masacre de El Salado” .
Hay una manguala histórica entre criminales y hacendados para cumplir su fin último: arrebatar las tierras a los campesinos. Hoy día vemos, según Verdad abierta:
“Finalizando la década de los 90, los ejércitos paramilitares al servicio de Raúl Hazbún, alias ‘Pedro Bonito’; y Fredy Rendón, alias ‘El Alemán’, irrumpieron con furia en el territorio de la Larga Tumaradó con la intención de cortar corredores de movilidad de la guerrilla de las Farc en el Bajo Atrato chocoano. Los intensos combates y las reiteradas violaciones a los derechos humanos por parte los actores armados terminaron generando un éxodo masivo de comunidades negras y familias campesinas.
Dicha situación fue aprovechada por un conjunto de empresarios que adquirieron grandes extensiones de tierra en La Larga Tumaradó, presuntamente recurriendo a prácticas fraudulentas. Hoy, la ganadería extensiva, principalmente de búfalos, así como cientos de hectáreas dedicadas a la palma africana hacen parte del paisaje del consejo comunitario. Nombres como Elí Gómez, Jaime Uribe, Fabio Moreno, Adriano Palacios, alias ‘El Negro Pino’, capturado en marzo de 2014 acusado de concierto para delinquir y desplazamiento forzado, y Francisco Castaño Hurtado, el opositor más visible a la medida cautelar, figuran como los principales poseedores de tierra allí y lo más férreos contradictores del proceso de restitución” .
Esa historia ya fue contada en Tierra mojada, más de medio siglo atrás:
“–No se equivoca. Las llaman Tierra de Bijao, porque, como ve, son apropiadas para ese cultivo. ¿No oyó hablar del pleito de Jesús Espitia y los campesinos que vivían allí?
Gregorio frunció el ceño por unos minutos y, tras de borrar de nuevo todas las arrugas, exclamó:
Ya, ya recuerdo, ¡cómo no! Se hizo una escandalera con ese asunto. Espitia decía que las tierras eran suyas y los campesinos afirmaban que eran de la bahía”.
Una pregunta que ronda por toda parte es si el Acuerdo Final y la RRI tendrán aplicación práctica en Colombia. No podemos evitar un gesto de escepticismo. ¿Qué justicia se puede esperar en el tema de tierras en un país en donde los magistrados de las altas cortes tienen sobre sus nombres manchas de inmundicia de corrupción, de patrimonios amasados con tierras despojadas a los campesinos por grupos paramilitares, al igual que en Tierra mojada? ¿Que justicia podemos esperar hoy como ayer?
“¡La justicia! Gregorio Correa no imaginaba que hubiera gente que creyera en tales cosas. Desde que supo en carne propia lo que significaba ser pobre, no tener amigos en el gobierno, y que la ley solo apoyaba los intereses de los ricos, había perdido la fe en la justicia. Pero había otros hombres, y hombres educados, que luchaban por ella”.
Sabemos de sobra que la literatura es arma débil, casi inofensiva, frente al poder de un fúsil, una motosierra, un machete o simplemente frente al terror que infunden los despojadores de tierras. Millones de páginas escritas en novelas, crónicas, cuentos y poemas desde hace siglos no han logrado detener ni revertir la concentración de la tierra en minorías cada vez más ricas. La literatura –ilusa ella y sus cultivadores– no podrá hacer justicia por los desposeídos de la tierra; la literatura no podrá encarcelar a los criminales, comenzando por los políticos, hacendados, magistrados, ataviados con elegantes guayaberas o trajes con corbata o ceremoniales togas ni a sus esbirros que matan y amedrentan a los demás para que huyan de sus posesiones. No. Es inútil, la literatura no podrá revertir el curso de una historia que parece signada desde hace tiempo.
“–[…] las primeras tierras que el río arrancó a la bahía fueron esas, Tierra de Bijao. Allí se metieron los pobres como usted que no tenían nada donde sembrar. Comenzaron con el bijao, que de allí le viene el nombre, y después, con arroz, buen arroz que se da allí. Pero nadie sabe para quién trabaja, ni el mismo río, y de la noche a la mañana, el condenado de Espitia reclamó las tierras como suyas. Así como se lo digo, con todo el descaro de la sinvergüenzura, alegando que sus escrituras, ¡vaya Dios a saber qué escrituras!, decía que Tierra de Bijao era de él solito. Los pobres campesinos contestaron que no salían de ahí, porque ellos ayudaron al río en su calza y porque antes que ellos nadie, ni los mismos mosquitos, habían vivido allí, como era la verdad. Pero no valieron razones, que quien tiene la jeringa la echa, y Espitia, con dinero y abogado que es, pudo más que la justicia y obtuvo el título de propiedad quién sabe con que hijo sin madre que hacía de juez. Como los campesinos dijeran que ni con eso salían de sus tierras, pues estaban en su derecho, entonces Espitia vino con su gente armada, les quemó los ranchos, sus cultivos y los arrojó a la fuerza”.
¿Qué puede entonces hacer la literatura frente al tema de tierras? ¿Para qué ocuparse de una “causa perdida”, como diría Zizek? ¿Para qué, como escritor, insistir en escribir sobre lo que no parece haber esperanza? ¿Para qué, como lector, seguir leyendo novelas, relatos y crónicas sobre la forma como unos pocos, amparados por la fuerza, despojan a las mayorías de sus lugares de vivienda, cultivo y subsistencia?
La respuesta no puede ser otra que la terquedad, la obstinación y la “estupidez” del binomio lector-escritor que está convencido, hasta los tuétanos, de una inútil obsesión, una quimérica ilusión, una ciega esperanza, de que los hechos no pueden ser silenciados, ignorados, olvidados; que no es posible pasar la página para seguir viendo la injusticia, la corrupción, la indecencia y la “sinvergüenzura” –como dice el personaje de Tierra Mojada–, de personas que creen pueden hacer lo que su torcida conciencia les dicta.
La respuesta no puede ser otra que la certeza que ilumina a miles, millones de personas que no se dan por vencidas después de decenas, cientos y miles de años de historias que se repiten una y otra vez, esa certeza que se niega a aceptar “el fin de la historia” y, en su lugar, está convencida de que es importante que la literatura refleje y reproduzca, como testimonio, aquello que la sociedad ha tenido y aún tiene que vivir, en especial en cuanto a los conflictos sociales y políticos, con la crudeza y realidad de los acontecimientos aún por encima de su valor estético; que creen que la literatura sirve de memoria a la sociedad., de que es crítico que la literatura genere un despertar sobre la situación social del país y de la sociedad; que cree que a través de ella es posible denunciar las injusticias, los abusos, los excesos de los poderosos y dominantes frente a los menos favorecidos o dominados, y que cree que la literatura debe darle voz a los que no tienen voz; que es un vehículo para que los marginados de la sociedad puedan darse a conocer, escuchar y exigir que la sociedad los tenga en cuenta, en su miseria, tristeza, desamparo y limitaciones.
Por ello, la literatura, aquella que vale la pena –no importa que muchos quieran dejarse llevar en corrientes escapistas, livianas, banales y diletantes–, jamás se agotará ni extenuará en decir y asegurar que no se olvide la condición humana, en su faceta más oscura de la violencia contra los desprotegidos, y en su faceta más noble y digna, la de la lucha de estos por su derecho más esencial, la vida en la tierra con un derecho sobre ella.
Tomado de Le Monde Diplomatique, edición Colombia. Septiembre 2017
Philip Potdevin. Escritor, novelista, editor y periodista. Su obra más reciente es Los juegos del retorno. Editorial Universidad de Antioquia, 2017.
1.Fajardo, Darío, “Estudio sobre los orígenes del conflicto social armado, razones de su persistencia y sus efectos más profundos en la sociedad colombiana”, en Comisión Histórica del conflicto y y sus víctimas, Contribución al entendimiento del conflicto armado en Colombia, Desde Abajo, 2014, p. 365 y ss.
2. Gobierno de Colombia- Farc-EP, Acuerdo Final, Desde abajo 2017, p.33
3. Ibid. P. 37
4. Verdad abierta, la lucha por la tierra, www.verdadabierta.com
5. Ibid.
6. Ibid.