Fernando Baena Vejarano
Un profundo silencio en la plaza de toros, para presenciar el momento supremo de dos amantes en su cópula final, largamente esperada, ceremoniosamente preparada desde el génesis. Vivir es prepararse para la muerte.
Sólo que este torero, y este toro, no se mueren así, simplemente, como en cualquier corrida de feria. No.
Son largos años. Perseo, el torero, solo realiza un acto cósmico. Nada excepcional. Solo da muerte a la vida para que la vida dé vida a la muerte: la sustancia de todo sacrificio nunca ha sido, como piensan algunos, la celebración de la muerte, sino su superación. Unión con la vida el momento de la cornada fatal en el fémur, sangre rodante por la arena saliendo dichosa de los límites, de la cárcel, de las venas. Un orgasmo.
Cósmico es el acto. Un acto natural. Victimario y víctima trocan sus papeles, porque ya no hay diferencia entre ellos. De tanto amarse ya no sabe el uno si es el otro, o el otro si es el uno. Toda dualidad ha quedado superada.
Se ama al toro. Se aman sus pezuñas, se ama su cuerpo invulnerable, recio, negro como la noche. El toro va a ser sacrificado. Pero su sangre, sangre de vida, correrá por la tierra para fecundarla. Al mismo tiempo, la sangre de las doncellas correrá, correrá en el parto, correrá en la primera menstruación delatora de la femineidad lograda.
El torero ha alcanzado su arte: no por la destreza alcanzada durante años, no por el público conquistado en las tarimas, no por los halagos de la prensa. Nada de eso. Solo por ya no temer la muerte, por ya no necesitar la inmortalidad, por ya no importarse a sí mismo, todo sentido de ego ha quedado disuelto en el nirvánico pertenecer a la nada de la que ha surgido todo.
Las estrellas han surgido de nada. Nada son. Y dan vueltas matemáticas en constelaciones descifradas por los hombres, aries, tauro, géminis, cáncer, leo, virgo, libra, escorpio, sagitario, capricornio, acuario, piscis y de nuevo aries. Cada era de la humanidad dura unos dos milenios, nos dice Potdevin, el autor de la novela. Y cada inicio viene después de un sacrificio, el de la era que muere, la que ahora está recibiendo su estocada final. Gime ignorante de su propia muerte la era pasada, la era de piscis, nos diría el autor del “Mar de la tranquilidad”. Y Perseo, el torero, lo sabe. Y su maestro, un viejo torero retirado, Roshi, lo sabe también. Nace acuario, dicen los que saben, los quirománticos y los esotéricos, los nueva era, y los de mochila. Todos parecen decirlo.
¿Por qué no iba entonces a aparecer un eco de esa voz en la novela colombiana? Y un eco bien puesto, que no recae en lo panfletudo de los que venden esperanza, ni en lo burlesco de los europeizados, de los racionalistas, que no ven que su nihilismo de academia es un trofeo obsoleto en América, en el nuevo siglo.
La tierra se muere. El amazonas es declarado patrimonio de la humanidad, pero firman los papeles del honor solo aquellos que ya ven agotados sus recursos y echan un vistazo a las explotaciones y a los negocios venideros para el nuevo siglo. Solo el toro nos enseña a no depredar. Con su vigor de mujer, con sus huevas enormes, con su cornamenta altiva, pasta tranquilo en la pradera frente a los ojos furtivos del torero que lo admira. El torero, Perseo, solo le envidia la vida. Nada piensa el toro, solo rumia. Nada piensa, solo cornea. Nada piensa, solo rastrilla la arena desafiante con sus patas traseras. No hay miedo alguno a la muerte, y solo será superado por el matador cuando su mirada misma de hombre se trastoque en la del heroe mítico, Perseo, que celebra en el zodiaco el eterno juego de la transformación.
Porque no piensa, no depreda. Los griegos se inventaron el pensamiento, y dieron inicio así al orificio de la capa de ozono. Por eso, Perseo piensa en no pensar. Envidia a su animal en la arena, en la pradera, y se desnuda para subirse en su lomo a hacerle el amor a la tierra. El toro es la tierra y es la madre, y es la inventiva grácil del espontáneo colocar una flecha en su blanco sin habérselo propuesto, solo luego de logrado el arte de no pensar, de no intentar, de no querer el control sobre el disparo. Los que se inventaron la filosofía occidental, se inventaron la neurósis obsesiva del control. Pero el control mata. Solo el que supera la intención de lograr cosas las logra, y ni le importa. Así que no hay que extrañarse de que los emporios, las multinacionales, los superpoderes informativos; sean fieles seguidores del negocio fundado por los griegos.
Pero si la madre muere, la madre renace. Es la ley alquímica del sacrificio. La matan unos, pero otros la fecundan sin que los primeros se enteren. Vendrán indígenas de toda América, a cumplir la profecía Maya del resucitar de la serpiente. La cordillera de los Andes, en el imaginario chamánico, es una gran columna vertebral por la que se está despertando la kundalini, la energía de la nueva era, ascendiendo incandescente desde la Patagonia hasta Canadá. Vendrán los sabios de antaño con sus pipas de la paz y su peyote, y sus fuegos, en adoración a la madre tierra para balancear los desastres que otros cometen en las matanzas de primera página.
Perseo, sin embargo, ya lo ha entendido todo. Con su maestro, Roshi, torero en buen retiro, repasa las paciencias de los ritos ancestrales japoneses, la ceremonia del té, y el tiro al arco. Aprende, poco a poco, a estar presente a sí mismo. No a estar conciente, no, sino a estar presente. Presente al sonido del agua de la tetera cuando cae sobre la taza, presente a la imperfecta perfección del instante, puerta de la eternidad y llave de la liberación del temor a la vida, del temor a la muerte. Se sumerge así en su mar de tranquilidad, el mar de la vida que corre por las venas del toro que ha de sacrificar y que ha de sacrificarlo ante la tribuna.
Va a morir: es algo que el lector sabe de entrada, desde la primera página. Pero no es lo suyo un fracaso, ni un éxito, sino el fruto de un largo camino hacia la vida, logrado en el instante de la muerte. El toro ha de ser su mejor aliado y su máximo maestro. Perseo no ha cesado, toda su vida, de intentar descifrar el misterio del toro. Ha visto al toro cósmico, ha rastreado al toro mitológico en libros de historia y en antiguas enciclopedias, y ha aprendido astrología. Luego ha fundado una especie de cofradía, de la que el autor habla en el capítulo más precipitado y menos convincente de la obra, y ha erigido un rito mitraico de adoración al animal desangrado en el altar. Pero no parecía encontrarse el misterio en el rito egipcio, la mirada del toro estaba en otra parte. Un día antes de la última corrida, el torero hunde su cuerpo en el lodo de la tierra y muere antes de morir, entregado a imaginarios viscosos que se le cuelan por la nariz y le hacen aceptar su finitud y su inmensidad. Eso y saber soltar el arco, al estilo japonés, para lograr el tiro sin habérselo propuesto; són su hallazgo. Encuentra su liberación en ya no pertenecer a sí mismo, en ser un canal vacío de pensamientos por el que sopla el aire como por entre una caña de bambú, y así dirige la estocada final a su amada mujer, a su testicular toro, Satori.
Satori, el nombre del toro, en la novela un personaje tan crucial como Perseo, significa, en lengua oriental “despertar”, iluminación. El toro es el enigma, la respuesta buscada por todo aquel que se interesa por la meditación, por el Budismo, por las artes Zen del japón. La estocada final, cuando la verdad de la bestia corre por fin de su corazón a la boca sedienta del inmolador, es el momento supremo en el que toda dualidad se supera, en el que el universo entero es comprendido. Y nada más esotérico. Pero Philip Potdevin, el autor, se cuida, tal vez sin darse cuenta, del evangelismo solapado de otros escritores que, procurando el best seller, hacen literatura de señoras engalanadas con quarzos, mensajería de angelitos y mensajes bonitos con tono espiritual para amenizar la navidad, más o menos bien escritos. Así que mal haríamos en colocar su novela al lado de la literatura de mensaje, o de la de ficción antropológico esotérica, o de otras de ese corte. No. La suya está enmarcada en la de quienes han sabido hacer un buen monólogo interior, un buen cruce de personajes que se refieren con sus perspectivas a un mismo evento, un buen manejo del suspenso narrativo y del tono poético. Además, hay equilibrio entre lo filosófico, las referencias ocultistas; y lo poético, las expresiones novedosas, el estilo personal de las metaforas y los símiles con que sorprende. Es buena literatura, es decir, se lee una cultura literaria detrás.
La capacidad poética es innegable, y su combinación con el flujo narrativo es equilibrada. Por eso, hay que dar la bienvenida a esta obra. De no tan grande acierto, y de poco equilibrio poético, parece sin embargo el final. Un asesinato que no es necesario, si lo que se quería era ilustrar que cuando la dualidad ha sido superada ya no hay maldad en la muerte, sino una paz y un sosiego enormes. Para eso bastaba con el sacrificio del toro y de su inmolador, que venía suficientemente ambientado durante toda la obra como para darle la intensidad que requería, sin necesidad de agregar un sacrificio humano. Pero son solo unas páginas inseguras, al final de la obra. Y en todo caso solo es esta la opinión de un lector que tal vez le tenga poca afición a las cabezas humanas rodando por el piso de un templo rústico. El conjunto literario, la distribución precisa de perspectivas y de personajes, la economía expresiva generando elegancia, la inexistencia de lugares comunes en la novela colombiana actual, la novedad del tema, hacen de “Mar de la tranquilidad” un remanso recomendable para cualquier aficionado a la lectura.