Lecciones que deja el 21N en Colombia. El fin del Estado de Derecho neoliberal y la ventana hacia una Asamblea Constituyente

Escrito por Philip Potdevin
Categoría: Artículos y estudios Creado: Domingo, 10 Mayo 2020 18:55

Philip Potdevin*
La protesta social, seguido del estallido social del 21N, no resulta sorpresiva dentro del contexto de la región en las semanas anteriores. Por ello el gobierno mostró su nerviosismo ante el Paro Nacional convocado por centrales obreras, agremiaciones de maestros, estudiantes y por diversas organizaciones de defensa de los derechos humanos.

Los repercusiones de los sucesos recientes, desde la Rebelión de Octubre en Chile, como las manifestaciones populares en Ecuador y Bolivia eran imposibles de desconocer en una sociedad interconectada como la pre-sente. La actitud del gobierno fue errada desde el inicio: decenas de allanamientos, muchos de ellos ilegales, contra medios de comunicación alternativos como Cartel Urbano, en Bogotá y otras ciudades del país, supuestamente para buscar armas, explosivos y otros elementos ilega-les , y el cierre de fronteras, evidenciaron la paranoia frente a lo que podía ser algo inédito en muchos años en la historia de Colombia. Y resultó inédito.
LA HERENCIA QUE AGOBIA A COLOMBIA
Hay que recordar que Colombia ha sido el país más conservadurista de América Latina. En doscientos años el país ha sido el único, entre todos los de la región, que no ha tenido un go-bierno de corte social o progresista. Ni aun durante la república liberal (1930-1946) se dio un gobierno que no estuviera dirigido por las elites tradicionales y enfocado a gobernar para esas minorías. En reafirmación de lo anterior, y como si la nación viviera a contrapelo de su tiempo y lugar, cuando la mayoría de las naciones hermanas votaron gobiernos progresistas en el des-puntar del nuevo siglo, en Colombia se impuso, del 2002 al 2010, el Estado más reaccionario de toda su historia.
Es probable que los más de ocho millones de votos alcanzados por Gustavo Petro hace año y medio en las elecciones presidenciales fueron un primer campanazo para las tradicionales clases dominantes sobre el lento proceso de despertar del país. Un país que parecía sumido en una eterna minoría de edad, incapaz de decidir por sí mismo y por encima de una legendaria cas-ta política enseñoreada en el poder desde antes de la independencia, cuando las élites criollas ya detentaban buena parte del control administrativo y político de la Nueva Granada.
EL 21N: UN HITO EN LA HISTORIA DE COLOMBIA
Por lo anterior, se comprende ahora por qué el 21N es un hito en la historia de Colombia, Las cosas no volverán, con certeza, a ser las mismas después de ese día. Aquí, a diferencia de Chile, Ecuador, o Bolivia no hubo una gota que rebosó la copa; no fue un alza en el transporte, ni la retirada de un subsidio a la gasolina, ni las alegaciones de fraude en una elección presidencial. Aquí operó un cumulo de razones que se gestaron desde hace años, incluso desde antes del go-bierno actual, pero que el inexperto y obstinado —a ojos de muchos—, presidente Duque no logró evitar. El resultado: millones de colombianos salieron a las calles para sacudirse decenios de abulia e indiferencia frente a la clase política.
Desde otra perspectiva, podría contraponerse las multitudinarias manifestaciones del 2008 contra las Farc, cuando millones de colombianos, vestidos de blanco, salieron a marchar en contra del secuestro, la extorsión, y los excesos de la guerrilla contra la población civil. Fue un golpe de opinión contra la guerrilla que hasta entonces confiaba contar con una base popular que le diera legitimidad. A partir de allí, hasta el inicio de las conversaciones de paz hacia finales del 2012, la guerrilla comprendió que el país quería otra forma de cambio social, ya no a través de las armas sino del libre debate democrático.
Pero, a diferencia de las manifestaciones ciudadanas del 2008 contra un grupo alzado en armas, no acontece lo mismo con el 21N y sus secuelas; este, contrariamente, se convirtió en una protesta masiva, generalizada y prolongada, contra un gobernante: Duque, y cuanto él re-presenta. Hay que remontarse más de sesenta años, para encontrar en la movilización ciudada-na contra Rojas Pinilla un episodio de similares condiciones.
COLOMBIA LLEGA A LA ADULTEZ POLÍTICA
Los colombianos demostraron que para manifestarse públicamente no requieren de la orientación e inspiración de un gran líder social como Gaitán, o de un programa ideológico, polí-tico o social específico para capitalizar las más primaria forma de convergencia social: la mani-festación callejera, que va desde la marcha pacífica hasta el cacerolazo, esto último, algo no visto en esas proporciones en la historia del país. Tampoco se puede decir que las centrales obreras o las organizaciones sociales organizadoras se pueden atribuir el éxito del 21N.
Lo que emergió con claridad fue la fuerza de la ciudadanía que reclamó múltiples reivindi-caciones: el rechazo al llamado “paquetazo” de medidas neoliberales impulsadas por Duque y la bancada de su partido, el incumplimiento de los acuerdos con maestros y estudiantes, la preca-rización cada vez mayor de las formas laborales, la reaparición de las ejecuciones extrajudiciales por fuerzas del Estado o próximas a él, el sistemático asesinato de líderes sociales y exguerrille-ros que entregaron sus armas, la reivindicación del derecho de protesta pacífica, el rechazo al uso desmedido de la fuerza pública para reprimir las manifestaciones, la lenta y desganada im-plementación del Acuerdo Final de Paz a tres años de su firma. En fin, una serie de motivos que cualquiera de ellos, aislado, podría ser objeto de un gran Paro Nacional.
A pesar de que algunos políticos, periodistas y líderes afirmaban —la mayoría cercanos al gobierno—, en vísperas del paro, que no había razones para el Paro Nacional, la ciudadanía de-mostró su madurez para marchar el 21N, esbozando razones claras y contundentes detrás de su decisión. Basta ver cómo, cada vez que un periodista ha puesto intempestivamente un micró-fono delante de un ciudadano del común, de qué manera este responde con facilidad las razones que lo impulsan a protestar. No hay respuestas vagas o gaseosas, ni estribillos aprendidos de memoria, al contrario, son respuestas afiladas, llenas de sentido común y sabiduría popular. La gente marcha y protesta por razones de peso. Entre muchas, hay una que se repite: la pérdida del miedo; el no dejarse manipular o intimidar. Eso ha quedado claro desde el jueves 21N.
Algo más hay que añadir: una vez más, el gobierno leyó mal al país; lo continuó tratando como a un menor de edad a quien se le puede engañar con admoniciones o discursos, o manipu-lándolo con el miedo, o con promesas apaciguadoras o con retóricas caducas. Los mensajes del presidente, dos semanas antes del paro nacional y hasta la noche antes de su inicio, dejaban tras-lucir la amenaza de reprimir todo acto salido del cauce pacifico, amenaza que escondía el miedo a lo que podría ocurrir durante o con ocasión del paro. Por ello, son notorias las dos alocuciones presidenciales , la primera, casi extemporánea, después de las diez de la noche del jueves, y la otra, el viernes sobre las siete de la noche, ya decretado el toque de queda en la capital. En ambas, el país pudo ver a un presidente desencajado y en desconexión con la realidad de lo que el país le hacía ver en las calles. En ambos breves discursos, el énfasis fue puesto en lo negativo: los des-manes aislados de violentos y vándalos, no en el corazón de lo que sucedió: la manifestación pacífica de miles de ciudadanos reclamando las reivindicaciones anotadas arriba. Las promesas vagas de haber escuchado al país (“Somos un Gobierno que escucha. La comunidad que se ha manifestado de manera legítima es la sociedad que nos ayuda a construir” y el posterior anuncio de una amplia conversación nacional no convencieron a nadie de su autenticidad ni propósito profundo de cambiar el rumbo de su gobierno, sus anuncios de estar dispuesto al diálogo cayeron en frío ante el regaño y las recriminaciones que marcaron el tono agresivo con el país, dándole demasiado protagonismo a los pocos violentos y desconociendo la mayoría de los manifestaciones pacíficas de la protesta social. Resultó contraproducente cuando tuvo que recalcar que es el comandante supremo de las fuerzas militares y de policía, como mencionó el viernes en la noche, lo que evidencia, paradójicamente, que el poder y el control se ha salido (o nunca estuvo) en sus manos.
Las reacciones no se hicieron esperar, desde el Procurador Carrillo hasta las centrales obreras rechazaron los términos de ambas alocuciones donde se quiso pasar un mensaje de mano dura y de estar bajo control de la situación cuando era todo lo contrario. La actitud de represión y no de humildad que muchos esperaban, a modo del buen gobernante del que habla el Tao te King, que interpreta el sentir del pueblo, se desbordó y dejó en evidencia que es urgente un cambio de dirección en su gobierno. A menos de una semana del 21N comenzaron a oírse voces, entre ellas las del alcalde electo de Medellín, que piden una Asamblea Constituyente para atacar a fondo los problemas estructurales del país y el modelo económico y político sobre el que gira. Diferentes artistas e intelectuales del país enviaron cartas al presidente, desde el diario El Espectador instándolo a que sus promesas se traduzcan en cambios efectivos en su política de gobierno. La alcaldesa electa de Bogotá, ante la gravedad de la situación, también reaccionó a los tímidos avances del gobierno, y reclamó al presidente celeridad, humildad e interlocución directa con los voceros de los manifestantes. El sentido de urgencia del gobierno está siendo cuestionado día a día por el país; y el presidente, titubeante, comienza a ceder, poco a poco, ante la presión que se incrementa cada día. Y seguramente se le verá escuchar cada vez más de lo que se ha visto en los días siguientes al 21N.
PÁNICO SOCIAL: EL MANEJO DEL MIEDO
Por contraposición a la madurez demostrada por la ciudadanía que ha salido a marchar, subsisten, naturalmente, ciudadanos vulnerables a las estrategias de manipulación mediática. Estas estrategias han sido estudiadas por expertos en comunicación como el lingüista Noam Chomsky y el sociólogo Stanley Cohen . La mayoría de ellas apelan a las emociones básicas del ser humano como son la necesidad de supervivencia y el miedo que se alojan en el cerebro repti-liano, o amígdala, del ser humano. En Colombia quedó en evidencia cómo se usaron estas estra-tegias para que el No ganara en el plebiscito de septiembre del 2016 sobre el Acuerdo de Paz. Este recurso apareció de nuevo, pero con más vehemencia, el 21N cuando se difundió viralmen-te por redes sociales los supuestos ataques de vándalos a conjuntos residenciales de Cali y Bo-gotá. Fueron pocos los casos que pudieron comprobarse. Sin embargo, las acusaciones sobre quiénes originaron los rumores fueron rápidas y cruzadas, mientras unos, entre ellos, el presi-dente, acusaban indirectamente al excandidato presidencial Petro, quien a través de sus redes ociales animó a la continuidad del paro, otros denunciaban, por medio de las redes sociales, a veces incluso con videos, cómo eran las mismas fuerzas policiales, en una conocida y vieja estra-tegia de infiltración, las que reclutaban y alentaban a los vándalos y violentos.
Lo cierto es que el pánico social operó en un sector de la población, algunos habitantes de Cali el jueves, y de Bogotá, el viernes, se replegaron en sus residencias armándose, como en pelí-culas o novelas de distopias, de palos y varillas para defenderse del inminente ataque de los vándalos. Los bárbaros nunca llegaron, al igual a como sucede en el poema de Cavafis Esperando a los bárbaros y en la novela con el mismo título del premio Nobel J.M. Coetzee.
Pero lo sorprendente ocurrió: tras el cese de las movilizaciones callejeras, —y tras ver la forma desmedida de represión de la policía y el Esmad— la gente regresó al caer la tarde, espon-táneamente, a las calles a hacerse oír con el cacerolazo. Algo novedoso en la historia de Colom-bia. Los canales de televisión reportaban con videos enviados por los mismos habitantes de la capital cómo este se repetía en diferentes sectores y estratos sociales del ciudad, incluso llegan-do a las mismas puertas de la residencia del presidente en el norte de Bogotá. Los cacerolazos se siguen repitiendo, el colombiano se hace oír como nunca se hizo oír.
Resulta imposible determinar, por ahora, quién estuvo detrás de la generación del pánico social, pero sí es posible saber quiénes se benefician con el nerviosismo y miedo de la gente: todos aquellos en los extremos que necesitan dominar las mentes de ciudadanos que no pueden o logran discriminar entre noticias ciertas y falsas, entre hechos verdaderos y rumores.
De lo anterior se desprende que, tras el 21N, el gobierno ha pagado dos altos precios; pri-mero, la imagen del presidente ha salido más debilitada de lo que ya venía por su equivocado énfasis en magnificar los hechos aislados de los violentos y no en enfocarse en el centro de lo que la protesta significa; y segundo, la fuerza pública ha quedado nuevamente cuestionada en su imagen por la militarización de las ciudades y por el uso excesivo de la fuerza por el Esmad para reprimir manifestaciones que discurrían sin violencia. La pérdida de confianza de la ciudadanía en el presidente y en la fuerza pública que supuestamente protege a la ciudadanía, son golpes severos a la imagen del gobierno y de sus representantes.

IMPOPULARIDAD SIN PRECEDENTES RECIENTES
Más allá de los tropiezos continuos que ha dado en los quince meses que lleva de gobierno (las fallidas objeciones a la ley estatutaria de la JEP, la caída de la Ley de Financiamiento y la re-nuncia tras la inminente moción de censura de su ministro de defensa), conviene subrayar la actitud del presidente: la ausencia de humildad manifestada en su lenguaje corporal, su vacía elocuencia cada vez que habla en público, las expresiones verbales como la desacertada frase “¿De qué me hablas, viejo?”, las vacilaciones y reculadas tras cada anuncio que hace desde el 21N; todo lo anterior pone sobre la mesa su ineptitud para el cargo. Y eso el país no lo perdona. A sus antecesores, Santos, Uribe, Pastrana, Samper, Gaviria y Barco no les faltaron duras críticas que los llevo a todos a bajísimos niveles de popularidad. Pero quizás, desde las épocas de Tur-bay Ayala (1974-1978) un presidente no era blanco de tantas burlas, ataques personales y pues-tas en duda de su capacidad para gobernar. Duque se ha convertido en un fácil blanco para los humoristas que representan el arquetipo de bufones de la corte, los más autorizados para decir-le la verdad a los gobernantes en la cara. Jaime Garzón, hubiera hecho, con un presidente como Duque, las delicias de los colombianos. Hoy, los caricaturistas y humoristas desnudan con cru-deza cada una de las vulnerabilidades del presidente. Ahora bien, lo que importa observar, más allá de la débil imagen que sigue proyectando, es su falta de empatía y conexión con la realidad actual del país, asunto que unos y otros, entre otros, los alcaldes electos de las grandes ciudades, que no provienen de la casta política tradicional, comienzan a reclamarle con urgencia.
MÁS ALLÁ DE LOS HECHOS, LO QUE EVIDENCIÓ EL 21N
Queda en firme el hecho de que el 21N fue una protesta masiva contra el presidente Duque y su gestión; ahora bien, indagando más profundamente en lo sucedido, lo que salió endeble fue un sistema que hace agua, no solo en Colombia, sino en el subcontinente latinoamericano y en distintos lugares del planeta.
Esto explica que, en primer lugar, el modelo neoliberal, queda, al igual que en Chile, fuerte-mente cuestionado. Las cifras macroeconómicas que Chile y Colombia ostentan como indicado-res de avance, prosperidad o estabilidad, se ha demostrado que son indicadores que revelan el enriquecimiento de las clases dominantes más que el mejoramiento de las condiciones de vida de la mayoría de los ciudadanos. Las banderas neoliberales de la privatización de los servicios públicos, los sistemas pensionales, la educación y la salud, dan cuenta, a la vez, de la desigualdad que generan, cerrando las puertas a los más vulnerables para tener una calidad de vida digna por encima de los niveles de pobreza.
Por otra parte, el Estado de Derecho, ese edificio jurídico que esgrimen los gobernantes para descalificar los brotes de inconformidad (igual si son Chalecos Amarillos, o estudiantes de Hong Kong, o la ciudadanía chilena o la colombiana que destruyen estaciones de transporte pu-blico) parece entrar en un retroceso irreversible. El “imperio de la ley” ha dejado de ser una ga-rantía de orden y estabilidad. Por ello, invocar la prevalencia del Estado de Derecho como argu-mento contra las manifestaciones espontáneas de la ciudadanía es inefectivo, en especial cuando el ciudadano de la calle sabe que la ecuación del Estado de Derecho neoliberal ha operado en con-tra de él, al negarle acceso a educación de calidad, a salud de primer nivel, a oportunidades labo-rales y a seguridad social digna. El Estado de Derecho se convierte en un argumento hueco cada vez de menor peso.
Con todo y lo anterior, lo paradójico es que fue el modelo neoliberal quien puso contra las cuerdas al Estado de Derecho de las naciones cuando, tras la caída del muro de Berlín, la sobera-nía de las naciones cedió su lugar a los organismos supranacionales: las entidades multilatera-les, los grandes laboratorios farmacéuticos, los productores y acaparadores de semilla para la alimentación de la población planetaria, los gigantes de la tecnología y las redes informáticas, y las grandes multinacionales que superan las fronteras de los estados y fuerzan a sus gobernan-tes a firmar tratados de libre comercio donde quien reina, en últimas, en cada país, no es el go-bierno de turno, ni el Estado de Derecho como se concebía hasta entonces, sino estos nuevos agentes, para usar la terminología de Negri y Hardt, del Imperio.
Lo cierto es que con posterioridad a la creación de las Naciones Unidas en 1946, el llama-do Estado de Derecho ha protegido en su modelo económico y político, los intereses de las mi-norías que detentan tradicionalmente el poder, y desconoce, en gran parte las necesidades de una población sumida en condiciones de pobreza. En otras palabras, el Estado de Derecho mo-derno ha perpetuado el acaparamiento de bienes y servicios, bien sea por élites gobernantes dentro de los países, o por unos estados poderosos sobre otros más débiles.
Para la franja mayoritaria de la población, el Estado de Derecho solo aparece, para recor-darle que no tiene derecho a la válvula de escape de la protesta social, sea esta pacifica o no, para restringirle los derechos de participación o para ser reprimida con el uso de la fuerza. Por el mismo motivo, los gobernantes, desde Macron en Francia, Sánchez en España, Carrie Lam en Hong Kong, Piñera en Chile o Duque en Colombia, intentan apaciguar los ánimos esgrimiendo el argumento de que toda protesta debe estar enmarcada dentro de los parámetros del Estado de Derecho, olvidando lo esencial, que son sus gobiernos —y los de sus antecesores—, con su Es-tado de Derecho basado en la desigualdad social, los que engendran las causas raíces de la pro-testa y la rebelión popular.
Es necesario admitir, claro está, que la situación es compleja: de una parte, y al menos, en la teoría, no hay una opción que reemplace el Estado de Derecho en su forma tradicional, aquella que según la ONU es «un principio de gobernanza en el que todas las personas, instituciones y entidades, públicas y privadas, incluido el propio Estado, están sometidas a leyes que se pro-mulgan públicamente, se hacen cumplir por igual y se aplican con independencia, además de ser compatibles con las normas y los principios internacionales de derechos humanos. Asimismo, exige que se adopten medidas para garantizar el respeto de los principios de primacía de la ley, igualdad ante la ley, separación de poderes, participación en la adopción de decisiones, legalidad, no arbitrariedad, y transparencia procesal y legal» . Al mismo tiempo, se hace evidente, a través de la brecha creciente de desigualdad social, de la impunidad de los políticos corruptos, de la manipulación de las instituciones en su legalidad, del cambio de las leyes para favorecer a los que las impulsan, del favorecimiento de las organizaciones y entidades más ricas y poderosas y de la precarización de las condiciones de los más pobres, que el Estado de Derecho opera en fa-vor de pocos y en contra de muchos; de ahí se desprende que se ha vuelto insostenible como forma de garantizar el orden social y la seguridad jurídica.
Lo anterior es aun más notorio en Colombia, donde el Estado nunca ha logrado ejercer la soberanía en la totalidad del territorio, ni tampoco cubrir las necesidades básicas de su pobla-ción, ni proteger la vida de sus ciudadanos. Los ocho millones de víctimas que ha dejado el con-flicto armado en Colombia son prueba fehaciente del fracaso del Estado de Derecho. Es decir, el llamado Estado de Derecho ha derivado en un sofisma, un argumento jurídico-político que se esgrime solo para recordarle a la ciudadanía que no puede ejercer su legítimo derecho a rebelar-se contra un orden político desigual, injusto, inmoral y corrupto. Un derecho universal incluido en las constituciones de casi todas las naciones del mundo.
LA ERA POST 21N
¿Qué viene tras el 21N y lo que se ve en el trasfondo, el colapso del Estado de Derecho de corte neoliberal? Colombia no hay duda, está envuelta, dentro de un contexto más amplio, en una crisis civilizatoria, como la llama el profesor de la Universidad Nacional Luis Hernández , marcadas estas crisis siempre por dos factores, la matriz energética y un giro del lenguaje. Esto no es necesario explicarlo o ampliarlo aquí, lo cual no impide afirmar que hemos llegado al um-bral de una forma nueva de organización social del Estado, un nuevo Estado que aún no ha en-contrado un nombre y apellido. Pero fácil es intuir que este Nuevo Estado, a grandes rasgos, reflejará, entre otras cosas, las consecuencias de la crisis climática antropogénica, la detención de la carbonización de la atmósfera, la promoción del desarrollo sostenible, la transformación demográfica, la descontaminación del aire, agua y suelo, y una mayor preponderancia de la justi-cia social, así sea por formas radicales de alcanzarla, bien sea través de sistemáticas revolucio-nes sociales o de distintas formas de neoanarquismo que repelen las formas tradicionales de dominación y de grupos que buscan una utopía no postergada. formas de organizaciones más flexibles, más en servicio de la gente cada vez menos dispuesta a ser dominada por minorías acaparadoras de alimentos, recursos, fuerza y poder. El Estado como lo conocemos desde la doble revolución ilustrada e industrial, desde 1776 a nuestros días, y como lo define y describe Bernd Marquardt , entra en una tercera fase, la era post fósil-energética.
A modo de conclusión, podemos inferir que los hechos del 21N en Colombia deben condu-cir, gracias a la presión de la ciudadanía, a una Asamblea Constituyente que reemplace la Consti-tución del 91 por una que se aleje del modelo neoliberal, que abrace el Acuerdo Final de Paz, que promueva las culturas de paz, reconciliación y convivencia necesarias para reconstruir el país y que establezca las bases para acabar con la desigualdad social.
Otra consecuencia se puede entrever: las distintas manifestaciones populares en América Latina, muestran de qué manera los regímenes democráticos continuarán debilitándose frente a movimientos espontáneos populares que rechazan medidas consideradas injustas. Los pueblos de América Latina se hacen escuchar cada vez más ante sus gobernantes. Por ello es previsible que el 2020 inaugurará una década marcada de expresiones populares que revelan cada vez una menor tolerancia a la dominación de los poderes tradicionales. La ciudadanía nunca abdicará su derecho primario de ser gobernados con justicia e igualdad frente a Estados que no satisfacen o ignoran estas necesidades.
* Escritor, miembro del Consejo de Redacción de Le Monde Diplomatique, edición Colombia.

 

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