Cinco relatos eróticos de cinco jóvenes autoras - Tercera entrega

Escrito por Philip Potdevin
Categoría: Escritos de otros autores Creado: Miércoles, 09 Agosto 2017 11:53

Un nuevo relato erótico, emanado del curso de Creación de Narrativa Erótica del perorado de Creación Narrativa de la Universidad Central.

Primas
Dennis Acevedo
Alumna de tercer semestre

Por esos días la capital permanecía mojada, si no era por una lluvia torrencial, era por la llovizna casi permanente, donde gotita o gotita se emparamaba Bogotá.
Era de noche, montaba en la motocicleta hacia el norte, cerca de las montañas, por la carretera cuesta arriba; mojada y resbaladiza. Odiaba ese camino, kilometro a kilometro me acerca más a los sermones y chismorreos de las tías. Mientras manejaba recordaba la desilusión que tenían los ojos de mi padre, hace años, al escucharlas juzgar mi ropa, mis hábitos, mi alimentación, mis palabras, mi religión, en fin, mi puta existencia.
Es una familia conservadora, de ultra derecha, racistas, homofóbicos católicos, machistas; podría haber dicho que tenían “valores tradicionales”, pero la palabra “valores” se iba por el excusado cada vez que se tragaban su odio y su basura ideológica, prefiero reemplazarla por “pedantería tradicional”. En fin, me dirigía allí porque mi madre olvidó su celular el fin de semana anterior, iba a recogerlo.
Esperaba que fuera una visita entrada por salida, como ellas mismas dicen, pero cambiaron los planes cuando, con la ropa goteando, toqué la puerta del apartamento y me abrió mi prima Marcela, dos años mayor que yo.
—Juli—dijo mientras abría— ¡Que sorpresa!
—Hola Marce—respondí mientras le daba un beso en la mejilla.
—Hace mucho no nos vemos. Pero sigue, estás mojada, sécate en el baño mientras te sirvo un chocolate caliente.
—No tomo leche, recuerda.
—Ah, verdad, por tu amor por los animales y esas cosas.
Crucé directamente al baño, no quería discutir. El recuerdo de nuestra infancia es un tesoro valioso que cuidar, para no mancharlo de la distancia que nos separa en el presente. Crecimos juntas, criadas por la abuela, en una casa vieja de un barrio que no pisamos hace años. Yo viví ahí hasta los siete años, luego me mudé con mis padres, Marcela se quedó con ella hasta los diez porque luego la abuela enfermó y fue llevada a un ancianato –un año después de que yo me mudase-, murió al poco tiempo. Ella, viviendo con mis tías, se adaptó completamente al modelo conservador que le exigían; yo, en cambio, fui una muchachita brincona que no pudieron controlar mis padres.
Descolgué la toalla y colgué mi chaqueta mojada en su lugar; me sequé el cabello tinturado de rojo revolviéndolo dentro de la toalla; me descalcé las botas, con charcos dentro de ellas; bajé las medias veladas agachándome, sacando los pies y poniéndolas a secar junto a la chaqueta; subí un pie en el inodoro, tomé la toalla y me sequé la pierna, esto hizo que mi falda se pegara a las piernas por la humedad, contorneándome la cola y los muslos erizados. Volteé para observar mis atributos, noté que la tela estaba tan pegada que delineaba la curva entre las nalgas, como si fuese la propia piel. Al subir la mirada sorprendí a Marcela recostada en el marco de la puerta, con sus ojos fijos en mis muslos, tanto que se demoró unos segundos hasta mirarme a la cara.
—Te traje tinto. Está caliente —dijo sonriendo, un poco sonrojada.
—Estoy helada, gracias —respondí mientras recibía la taza.
Silencio incomodo.
—¿Cómo sigues con tu novio? —pregunté para romper el hielo.
—Terminamos.
—Fueron 5 años, desde tus 16. Pensé que se casarían.
—Lo sé, me cansé. Tengo novia.
Tomé un sorbo de café intentando disimular la sorpresa mientras recordaba nuestros juegos infantiles: al llegar del colegio nos encerrábamos en la habitación del último piso, poníamos el tv en alto volumen y empezábamos a jugar, a la mamá y al papá, a la peluquería, a la profesora y la alumna, o a lo que se nos ocurriera, llamáramos como lo llamáramos, el final del juego solía ser el mismo; con una excusa nos acercábamos a la cara de la otra -la peluquera peinaría el capul o la profesora daría un premio a la alumna- y poco a poco, como quien no quiere la cosa, los centímetros entre nuestras bocas desaparecían, hasta que se rozaban, rompiendo con la espera, empezando besos apasionados, afanados, desesperados, abriendo y cerrando los labios, babeando tanto como fuera posible. Luego, en una cadena de acción y reacción nos acostábamos, a veces en la cama, a veces en el piso. Yo apretaba duro las piernas, las enrollaba para sentir más fuerte el calor que salía dentro de mí, sin dejar de besarnos. Algunos días me bajaba los pantalones, -yo le hacía lo mismo, después de todo era la menor y debía aprender de ella- ponía su mano en mi vientre, bajaba lentamente, hasta llegar a la ropa interior y frotaba rápido, entreabriendo los ojos para observar mi reacción.
—¿Dónde la conociste?—dije después de pasar un sorbo caliente de café.
—En la universidad, es de un semestre atrás.
—¿Las tías lo saben?
—No, ya sabes como son. Menos mal viniste cuando estoy sola.
Cuando iba de visita a la casa de mis tías, después de la muerte de mi abuela, subía sola a la habitación, y me acostaba a dormir, o lo fingía. Entonces Marcela entraba de puntitas, en silencio, y me susurraba al oído “prometimos jugar juntas hasta los 11 años”, yo cerraba más duro los ojos, en señal de que podría hacerme lo que quisiera y yo seguiría “dormida”. Se acostaba a mi lado, y me besaba, primero el cuello, luego por debajo de la camiseta, me tocaba por encima del pantalón. Yo sé que me miraba, esperando una reacción pero yo no hacía nada, si alguien llegaba a entrar, la culpable no sería yo. Solo una vez tuvo el valor de bajarme los pantalones, junto con la ropa interior, y su lengua entró en mi cueva, encendiendo el fuego, haciéndome abrir los ojos al sentir su saliva. Ella se quedó quieta, mirándome asustada como si de verdad creyera que estaba dormida. Ahí se rompió nuestro último juego, nuestro pacto. No supe qué más hacer que levantarme de la cama, subirme los pantalones y salir de la habitación. Nunca volví a dormir en las visitas, y ni ella a entrar donde yo estaba, ni a hablar; nos convertimos en desconocidas.
—Marce ¿Sabes dónde está el celular de mi mamá? Debo llegar a la casa a cambiarme de ropa.
—Claro, ya te lo paso.
Me puse las medias, las botas y la chaqueta aún así estuvieran húmedas, mientras ella fue a buscar el celular. Salí del baño, me tomé el tinto de un sorbo y dejé la taza encima de la mesa, ella volvió, me lo entregó, abrió la puerta.
—Hasta luego Juliana —dijo despidiéndose formal, demasiado formal como para entender que el pacto continuaba roto.
En el fondo deseo darle un beso despierta.

Entrevistas Radiales