La violenta delicadeza de Música Lenta de Nelson Romero Guzmán
Categoría: Reseñas de libros
Creado: Miércoles, 09 Agosto 2017 10:52
Para algunos, como André Comte-Sponville; el dolor, la angustia, el hastío, la desesperanza los conduce, por un largo y tortuoso camino, a la filosofía. Pero en últimas, como dice el pensador francés contemporáneo, la filosofía nada vale, tampoco las novelas que tanto nos han impresionado. Unos versos de Laforgue parecen subrayar la desolación: ¡Oh cuan cotidiana es la vida!.../Y nada recuerdo más cierto, ¡Qué pobre y simple he sido!”. Al final de la vida, lo que queda es la amistad y el amor; lo que cuenta es la vida. ¿Qué importancia puede tener que una estrella se apague? se pregunta Comte-Sponville. ¿Qué importancia tiene el fin del mundo? Ninguna, si previamente no amamos el mundo o la vida. Y la vida está más allá de nosotros; específicamente en nuestra relación con el otro. Ya Levinas anunció que es imposible entender la humanidad de uno mismo si no es a través de la humanidad del otro. Es una ética distinta a la promulgada por la fenomenología de Hegel, Heidegger, Husserl o Merlau-Ponty o del idealismo de Kant y Platón, o del escepticismo de Nietzsche o Blanchot. En el reconocimiento del otro, en la elevación del otro está el más profunda humanismo.
En ese cruce de caminos donde se encuentran el amor a la vida, el respeto y reconocimiento al otro, está la delicada poesía de Nelson Romero Guzmán (quien acaba de ganar el Premio Literario de Poesía Casa de las Américas con su obra Bajo el brillo de la luna), que de la manera más sutil canta a un país sacudido por la violencia, las masacres, la guerra sin fin. Su más reciente libro de poesía, Música lenta, publicado en la colección Letras de la Fundación arte es Colombia que dirige Francia Escobar, es una elegía al corazón destrozado y al cuerpo desventrado del país.
El poeta Romero Guzmán, es íntimo de la más lúgubre y hermosa poesía. Ha sido discípulo de la Pizarnik y la Plath, ha hecho parte de la banda de ladrones a la que perteneció Genet, ha cocinado y vendido niños con el conde Lautréamont, ha estudiado a Galileo junto a Brecht, se ha internado en las rayas de los tigres borgianos, ha padecido una y mil veces la condena de Kafka, pero ante todo, ha bebido en el altar sublime de la poesía de Arturo, aquel que le enseñó que “solo cuando se canta/ la tierra es de nadie.”
Albañil de la palabra, colgado de una silaba que pende del techo, su color es el negro; el negro de la palabra sobre el papel, el negro oscuro morada de Dios, el negro de la nota sobre la partitura. La música que resuena página tras página es aquella que danza la bailarina que no se cansa de bailar, la música lenta que enloquece a la muerte: “—Si de pronto dejara de cantar, dicen/—Si algún día dejara de bailar, maldicen.” El negro es el trasfondo sobre el que se usa el instrumental de la tortura para dar la muerte, para cercenar cuerpos por la mitad, en dos partes que luchan para reencontrarse, cuerpos anónimos, archivados, que lo único que ostentan es el título del olvido.
En los versos de Romero Guzmán habitan las puertas que encierran al condenado que “nos mira y quiere abrazarnos”, puertas cerradas que esconden a dos hombres amarrados de espaldas, que no son más que los “juguetes olvidados de la infancia de Dios”, puertas que no guardan nada más que vacío, puertas golpeadas por el viento, puertas que han caído de un mundo superior que nunca se pudo cerrar.
El poeta está condenado a cantar sin cesar el dolor. El insomnio lo obliga a crear pájaros blancos. Cada pájaro es luego asesinado para convertirse en poema. La noche en vela es siempre pródiga para la creación del verso, de la sílaba. Dormir es cerrar la puerta a la poesía, velar es un infierno para parir el poema. El poeta no puede dejar de escribir; si deja de hacerlo, cae del techo donde ha logrado un entramado de palabras. Las palabras son, a la vez, su salvación y su perdición. Romero se desliza una y otra vez; los poemas nacen así, uno tras otro.
Romero Guzmán es sordo y terco. No quiere oír la temprana admonición que le hace Sylvia Plath, quien muere apenas un año después del nacimiento del poeta: “Triste que tu poesía no le abra a la realidad sus puertas invisibles, triste que solo te salgan al encuentro la polilla y el pájaro carroñero…quien escribe como tú, arruina. Se le debe prohibir la imprenta, escondérsele todo el papel.”
La vida en nuestra nación se va como en un tren. El poeta es un pasajero más, atado al humo de la locomotora, personaje de un sueño colectivo donde no hay esperanzas de despertar. La desesperanza aprendida es la que nos mata. Ya no hay ganas de luchar; el sueño es una pesadilla, y sólo se sale de ella para entrar en otra peor, la del descarrilamiento del tren. Ya no importa si se vive dentro de un sueño individual o de uno colectivo. Igual, el último viaje se hace en el tren despedazado donde nos llega la hora de morir “la muerte más cierta, la más acabada”.
¿En dónde radica la delicada belleza de la poesía de Romero Guzmán? Solo quien ama al otro con tanta intensidad puede producir una poesía de la altura que logra Romero Guzmán. Sólo un humanista como este, tiene la sensibilidad poética que se alcanza en Música lenta. Sin embargo, por lo anotado, parecería ser uno más de una larga estirpe de "poetas malditos”, pero no. El poeta se erige y triunfa sobre su propio miedo; el miedo es a veces capaz de crear las más sublimes obras de arte. Romero escribe para domeñar al monstruo que se come sus escritos. Este es exigente, implacable; una bestia que lo obliga a escribir; si no lo hace deposita sus excrementos en su puerta. Es el olor a infierno el que constriñe a Romero a crear. La única esperanza es producir un poema con dos ruedas dentadas girando sobre un molino de piedra que aplasta a la bestia sin misericordia. Pero ese día, tal vez, Romero Guzmán dejara de escribir sus delicados versos sobre la horrible violencia que nos azota.
La obra literaria de Nelson Romero Guzmán consta de varios libros de poemas,entre ellos Rumbos, Primer Premio en el Concurso Nacional de Poesía "Fernando Mejía Mejía" de Manizales (1992); Surgidos de la luz, IX Premio Nacional de Poesía Universidad de Antioquia (1999); Obras de mampostería, Premio Nacional de Literatura, Poesía Ciudad de Bogotá (2007), Grafías del insecto (Universidad del Valle, 2005), La quinta del sordo (Universidad Nacional de Colombia, 2006); Apuntes para un cuaderno secreto (con la mexicana Kenia Cano, Biblioteca Libaniense de Cultura, 2011). Además, los libros de ensayo El porvenir incompleto (Biblioteca Libaniense de Cultura, 2012) y El Espacio imaginario en la poesía de Carlos Obregón (Universidad Tecnológica de Pereira, 2012. Está vinculado con la Universidad del Tolima. En febrero de 2015, fue galardonado con el Premio Casa de las Américas por su obra poética Bajo el brillo de la luna.