“Palabrero” es la más reciente novela del escritor colombiano Philip Potdevin. Un llamado de justicia para lo que ocurre con el pueblo wayuu en La Guajira.
Una antigua leyenda rebelde
Ya lo advertía el coronel Antonio de Arévalo por allá en 1770, que el indio Juan Jacinto, con sus travesuras y atrevimientos, había llenado de malicia toda la provincia de La Guajira. En la madrugada del 1º de mayo de 1769, más de diez años antes del levantamiento de los Comuneros, el indio wajiro Juan Jacinto, uno de los caciques del norte de La Wajira, acompañado de setecientos guerreros y doce caciques más, emprendió una cruenta rebelión contra el saqueo, la esclavitud y el sometimiento de la corona española.
Esta, la más grande rebeldía de la que se tengan registros en la historia de América, ha sido atravesada por el puñal del olvido a través del tiempo. Un pueblo originario levantado desde sus raíces en defensa de la madre y de las leyes nativas wajiras en las que se establece el principio de reciprocidad. Un sistema de compensaciones con las que se regula la vida de la comunidad. Así, para los españoles que nunca compensaron los agravios que habían causado a los nativos, llegó la recíproca rebelión en la dignidad indígena.
Desde entonces, y por los siete años que vinieron, los wajiros mantuvieron a raya la corona española. El indio Juan Jacinto era leyenda viva, alto, fornido y buen mozo, como lo describían sus propios enemigos. Ningún colono se atrevía a desafiar su autoridad y nadie subía más allá de Riohacha si sabía que tendría que encontrárselo. El pueblo wajiro recuperó su tierra, sus reses, su autonomía cultural expulsando por más de cien años a las misiones capuchinas.
El talón de Aquiles fue también el profundo respeto que sienten los wayuus por la Ley de Origen. Los españoles buscaron la forma de resarcir el daño con muchos caciques aliados a Juan Jacinto, dejándolo poco a poco más solo y aislado. En 1776, siete años después de la rebelión, lo emboscaron en el desierto wajiro un centenar de soldados. Nunca se rindió, nunca se vendió. Murió allí, defendiendo la dignidad de su pueblo y sus miles de años de historia.
Soñé siendo un “pütchipuu”, palabrero mayor de mi pueblo
“En el sueño me veía confrontando a un yoluja, el espíritu de un wayuu muerto. Tenía el sombrero y el bastón del tío Fulvio, así no lo reconociera pues él no había muerto para mí; el yoluja me tomaba del brazo, hacía gestos para que lo acompañara y yo me dejaba llevar hasta que señalaba con su bastón un río, un río en época de sequía que se podía cruzar a pie”.
Edelmiro Epiayú, un wayuu corajudo que soñó la muerte de su tío Fulvio, el palabrero de su pueblo. Edelmiro Epiayú, quien al mejor estilo de Hamlet deberá seguir los designios del más allá, entender el mensaje que dejaba entre sueños la autoridad de su clan, Fulvio Epiayú, antes de partir hacia Jepira.
Jepira es la Tierra de los Muertos, un lugar en el Cabo de la Vela, frente al mar Caribe, donde los difuntos se convierten en yoluja o espíritu de los muertos. Los yolujas ocasionalmente se comunican con los vivos, la mayoría de veces a través de sueños. Después vuelven a morir en Jepira y se transforman en juya, lluvia. Por eso la lluvia siempre viene de Jepira, por eso lo que llaman Vía Láctea no es otra cosa que el sendero de los indios muertos, por eso los wayuus mueren dos veces.
El protagonista de esta historia es un indígena wajiro, descendiente de Juan Jacinto el rebelde. Edelmiro Epiayú, el joven que desobedece a los de su casta y se va a estudiar a la universidad de los alijunas, como se les dice en La Wajira a quienes no son indígenas. Nadie entendió su decisión. Por qué querer desperdiciar cinco años en la ciudad de los alijunas, los blancos, los mestizos. “Te harán olvidar a tu gente, a tu pueblo, al clan Epiayú que llevas en tu sangre; te obligarán a pensar diferente, a hablar diferente, a comer diferente, a vestir diferente. No lo hagas”, sentenció su tío, palabrero mayor del pueblo. Le dio la palabra porque la palabra es el principio mediador de su función.
El pütchipuu o palabrero es el hombre llamado a resolver los conflictos en la región wayuu. Es la autoridad moral que va y viene constantemente entre las partes en conflicto, llevando la palabra, llevando los ofrecimientos de reparación. Aquí y allá, hasta que las partes estén conformes. Trae la palabra cuantas veces sea necesario hasta que logra resolver las diferencias a través de la contundencia de la palabra. Su tarea es agotar la palabra antes de agotar la vida.
Tiempo después de formarse como abogado, Edelmiro Epiayú comprende que ni los constitucionalismos, los códigos, ni el derecho romano tienen la misma claridad que su tío Fulvio sobre lo que significan la justicia, la equidad, el agravio o la recompensa.
Titanoboa, una bestia prehistórica con sonidos de locomotora
Pero no se contentaron con asesinarlos, invadirlos y adoctrinarlos en el cristianismo. No, lo que se quería era el saqueo, la asfixia, la muerte silenciosa en nombre de la modernidad. Atravesaron un tren gigantesco por las rancherías, sacando todos los días más de 30 toneladas de carbón wajiro. Colmados de riqueza wajira, los más de cien vagones de cada tren salen campantes frente a los ojos del wayuu empobrecido que se resiste a ver morir la tierra que han habitado sus ancestros mucho antes de la llegada de los alijunas.
No respetaron nada, ni los lugares de pagamento, ni los templos, ni las casas. Los animales morían destripados en los rieles de los trenes que jamás se detuvieron. Los cementerios se los llevaron por delante, removieron la tierra, destruyeron los cajones y dejaron a la luz los huesos de quienes habitaban ahora Jepira. La minera poderosa y arrogante nunca ha respondido por tales crímenes. Ya no se mueren los animales frente al tren; se mueren los propios wayuus en la carrilera, desesperados, aislados, asfixiados por la pobreza y la sequía que trajeron los alijunas con su sed de riqueza.
Así se fue el tío Fulvio, el ejemplo de su pueblo, el palabrero, la autoridad. Lanzado a los rieles del afán de la riqueza. Pero tú, Edelmiro Epiayú, salvarás al río Ranchería y con él a todo tu pueblo.
¿Es posible robarse un río? Mierda, sí, un río
Se ha ido el tío Fulvio y necesita quien lo aconseje. Edelmiro viaja directo a la Sierra y allí conoce al mamo Eleuterio, un indígena kankuamo que le ayuda a volver sus ojos a la Madre Tierra. Mambeando, buscando la relación de la lluvia, el río y el mar. ¿Cómo van a desviar el Ranchería si es el único río del que se suple mi gente? ¿Cómo van a desviar el agua sagrada de los wayuus?
“Con todo no dudé. Reconocí que entraba en un pequeño recinto sagrado dentro de un espacio sagrado mayor; que se trataba de unirme a la Madre Tierra; que no podía de otra manera hacer nada por el río si el río y yo no éramos primero uno solo”.
Se presentaba en pleno nacimiento del río la misión esplendorosa que haría renacer el orgullo innato de ser wayuu. Edelmiro Epiayú el río está en ti, Edelmiro Epiayú si muere el río, morirás con todos los tuyos.
El turno de la palabra
Palabrero es la más reciente novela del escritor colombiano Philip Potdevin. En ella se narra la historia de Edelmiro Epiayú, el conflicto que sigue sufriendo el pueblo wayuu en La Guajira y la indiferencia con la que Colombia ha tratado el drama que vive este pueblo desde hace muchos años.
Potdevin se vale de la fuerza de la palabra para narrar la dignidad wayuu en medio de la injusticia, mientras la locomotora minera le arrebata la vida, la tierra y el agua al pueblo wajiro. A través de la figura del palabrero, una autoridad particular que se encarga de resguardar la tranquilidad de las rancherías guajiras, una especie de abogado que, sin más leyes que la Ley de Origen, brinda equilibrio y justicia en el respeto por la Madre Tierra.
Esta valiosa novela nos deja congelados en la mitad del drama de un pueblo que se niega a desaparecer, aun cuando la minera y el Estado los matan de sed en su territorio. Es una denuncia contundente, un llamado antiguo a despertar, eco de la lucha de un indio, Juan Jacinto, que se sublevó, sin venderse jamás ante la avaricia y la indiferencia de los alijunas.
“Entendí, en un momento de iluminación, que siempre subsistirá un recurso insuperable. Ese medio que ha logrado vencer la más grande de las adversidades, un recurso que no es la guerra, ni la rebelión, pero tampoco la rendición o la sumisión; sino algo más efectivo y sutil que la guerra y todas las formas de lucha: la palabra”.
Por Ángela Martín Laiton para El Espectador