Monólogo No. 3 del Río Cauca

Escrito por Philip Potdevin
Categoría: Artículos y estudios Creado: Domingo, 07 Abril 2019 09:21

I.
Toda ave es un augurio. Todo augurio es un arcano. Todo arcano es una provo-cación. El de grandes alas comprendería estas cavilaciones si por un momento descendiera, dejara ese planear parsimonioso, y prestara atención a lo que murmuro. Él, soberano de los cielos, majestad de su bandada, orgullo de la Naturaleza, gigante de su especie. ¡Salve, gran cóndor de los Andes! Ha regresado, victorioso, tras estaciones sin cuenta.

El rumor milenario de mi corriente, el espejo de mi superficie, los espíritus del agua que me rondan y las sofocantes reverberaciones le permiten sostenerse durante horas sin la menor fatiga. Se eleva como un astro sobre el horizonte, remonta los cie-los, despliega las alas, inspecciona sin inmutarse los altares de mis aguas, las riberas, las laderas y las planicies que me acompañan en mi extenso y sinuoso curso.
Después de tanto tiempo, ambos retornamos a estos pagos tras incontables lu-nas y soles; aquí holgamos, justo cuando ya nadie, ni las piedras, ni los matorrales, ni las flores, ni los escuálidos pececillos que nunca me abandonaron, pensaban que podíamos volver. Los ciclos se cumplen, inexorables, fatídicos: nunca falta el crepitar del amanecer, ni hay tarde que no claudique a la noche, ni luna que se fatigue de menguar o crecer. Morimos y nacemos. Caemos y brotamos. Nos movemos: de la vigilia al sue-ño a la vigilia al sueño. Enfermamos, desfallecemos, agonizamos. También sanamos. Batallamos. Sobrevivimos. Existimos.
Al cóndor y a mí, pero no solo a nosotros, sino a todo ser insuflado de ánima, nos han cazado hasta someternos a su voluntad; hostigado hasta el límite de la extinción; las entrañas devoradas sin clemencia. Nadie se salvó: venados, guaguas, guatines, cedros, samanes, minerales, libélulas, quebradas, orquídeas, clarineros, musgos, mariposas. Ninguno estuvo a salvo del Gran Depredador. Ahora, mientras el cóndor sobrevuela y divisa lo que yo no alcanzo —él preside las alturas, yo las tierras bajas—, es posible constatar que, aquí y ahora, reina la paz. Los tiempos, obligados por aquellos a acelerar cada vez más su ritmo, fueron forzados, finalmente, a renunciar a esa carrera desbocada hacia la nada, conminados a detenerse hasta un punto cero. La quietud fue la ley, el silencio el acuerdo. Poco a poco regresaron, desde los más intrascendentes animales y plantas hasta las más portentosas criaturas; otras, ¡oh dolor!, extintas, incumplieron la cita, pero aun así, enviaron fantasmas en su nombre. Aquí, de nuevo, todos, como illo tempore.
Presentes, menos aquel, a quien, en verdad, poco extraño: el Sapiens. Doloroso es decirlo, y… sin embargo, lo confieso, sin sonrojarme ni titubear, con la serenidad que solo brindan milenios de sabiduría.
Pero divago, me adelanto y sé que debo organizar cada idea en mi corriente, la que arrastra mis pensamientos y mis emociones, para cuando el cóndor finalmente se decida a descender. Siempre, incluso en los días más infaustos, tuve la premonición de algo que iba reestablecer el orden natural de las cosas. Y, como una premonición no es más que el anuncio de un final, vislumbré la escena en el momento que pensé sería mi último: lo percibí, con esa claridad que los animales ciegos escuchan los más lejanos rumores, con la certeza que tiene una semilla, entre muchas, que un día será ceiba, descubrí el comienzo del final, el final y lo que sucedería después del final.
Esa madrugada de mi renacer, algo después de medianoche, comenzó a llover aguas arriba del muro —ya hablaré de él— de la manera más asombrosa. Fue hace tres días, quizás un poco más, quizás mucho más, es difícil precisarlo, y seguro tam-poco importa. Desde temprano de esa indefinida mañana retumbaron, sobre las laderas del cañón formado por las dos cordilleras, los truenos desatados por relámpagos que se formaron en la cresta de los cerros. Emitieron un bramido profundo que se convirtió en un retumbante eco que inundó el entorno con un ronroneo similar al que producen mis aguas encañonadas por los desfiladeros cuesta abajo para pulir sin fin los cantos rodados de mi lecho. Lo que al comienzo eran unos goterones pesados se convirtió en una lluvia exuberante que perforó mi corriente, me masajeó y hasta me hizo sentir un delicioso cosquilleo como cuando los pececitos voladores rozan la superficie.
Con los primeros albores —ahora noto que ha dejado de llover—, escuché una estampida de periquitos levantar vuelo desde un sendero de chiminangos que crece sobre mis riberas. Salieron alborozados, sin importares la lluvia, en busca de frutas y semillas antes de que llegaran otras aves. En su algarabía despertaron a una manada de micos que dormía sobre las mismas ramas de los chiminangos y, que, sin aguardar más, organizaron una coreografía de saltos, descolgadas y vuelos de rama a rama, de árbol a árbol, en medio de la más cacofónica sinfonía con la que avivaron las pocas especies que aun dormitaban, incluso a una pareja de perezosos, empapados por el aguacero pero inmutables, guindados de un jobo con sus filosas garras. Hacía tiempos no era testigo de tan sobrecogedor espectáculo, tal era la desolación que reinó por tanto tiempo en mi extensa cuenca.

En verdad disfruto las tempestades, —en la tempestad hiberna el anhelo del fin—: son una catarata de realidad. Además, traen noticias y anuncian lo que va a pasar, así como también lo que no va a pasar, aunque no siempre es fácil descifrar su lenguaje y se puede malinterpretar, como cuando, también un día de lluvias, pequé de ingenuo y permití a aquellos acercarse a mis aguas creyendo que eran portadores de bien, que solo buscaban dragar mis arenas para que mi corriente tuviera un mejor fluir. La ingenuidad es la abuela de todas las enseñanzas. Hoy día acumulo más aprendizajes de los que puedo usar.
Las lluvias me rejuvenecen, me colman de optimismo. Por ello, celebro cada gota que refresca mi calurosa corriente parda, las percibo como una comunión de aguas que, o bien convergen y vuelven a encontrarse tras las evaporaciones, o bien apenas están conociéndose o bien son aguas que se reconocen como lejanas parientes de una familia. Llovió, —alabada sea la Naturaleza, oh, tú, la de negra cabellera des-peinada—, como hace tiempo no llovía. Con resolución e ímpetu, con desvergüenza e impudicia, con alegría y jolgorio. Pero debo admitir que aguas abajo del muro, no llo-vió. Quizás, gracias a ello, inexplicablemente, es que ahora puedo reencontrarme, re-constituirme.
Pasé las horas embelesado por el estruendo de los truenos que se repitieron desde que se iniciaron las lluvias —¿cuánto tiempo ha pasado?— hasta hoy en la madrugada. En las tardes el sol deshizo las nubes y la lluvia lavó mi faz; en las noches los relámpagos iluminaron los cerros, mis valles y mis sabanas. Había que ver los caimanes —bienvenidos sean, entre tantas bestias de mi fauna—: parecían de fiesta, semienterrados en el lodazal de mis orillas dejándose empapar por la lluvia, sus barrigas frescas y húmedas, sus lomos mimetizados entre las arenas negruzcas de las riberas. Igualmente, en las contadas treguas que dio la tormenta, las guacharacas y los cucaracheros revoloteaban, picoteando aquí y allá en busca de algo qué comer, mientras en lo alto, —pero no tan alto como el majestuoso cóndor—, el águila negra y el aguilucho, oteaban el horizonte en busca de un ratoncillo, de unos pichones desvalidos en un ni-do, de una gallineta desorientada.
En realidad, ya no sé si llovió tres días seguidos o si fueron tres meses o tres años o trescientos. O quizás fue mucho más. No soy bueno calculando el paso de los días de lo viejo que soy —si bien ahora me siento rejuvenecido y con más ímpetus que en mis mejores años—; de lo que sí puedo dar fe es de cuanta cosa mis aguas han presenciado: sequías y subiendas, rápidos y remansos, temblores y erupciones; estas últimas, debo decir, me han sacudido, desviado y detenido en algunos parajes. Y, también, de tanta vida y tanta muerte... Ahora sé, en retrospectiva, que, de los cataclismos vividos, ninguno como ese que estuvo a punto de extinguirme para siempre, así suene redundante. Al final, gracias a la armoniosa Naturaleza, se hizo justicia.

II.
Las cosas habían llegado a una situación insostenible: mis fuerzas fueron mi-nadas al límite, mis venas y arterias desangradas, mis órganos cercenados: un muro. Sí, un día llegaron miles de Sapiens y se dedicaron a levantar el muro que estranguló mis aguas para dizque producir energía que garantizara su supervivencia. A ese nivel de exigencias llegó su osadía. No les importó el daño que podían causar, no valieron súplicas ni protestas, —ni las de sus congéneres—; echaron en saco roto todos los llamados a la sensatez. Fue inútil. Una y otra vez lancé advertencias. Incluso, dialogué con mis hermanas, las montañas que me abrazan, les pedí que, con su fuerza, me ayudaran para que pudiéramos enfrentar la ofensa. Nunca me abandonan y cada vez que ha sido necesario, he contado con ellas. Los Sapiens, obstinados como luciérnagas ante la luz, no escucharon, en su lugar, se empecinaron en sacar adelante su delirio. Lo construyeron a empellones, violando todo el respeto que alguien como yo merece. Tuvieron problemas de toda clase. El afán, la codicia, la ceguera los hizo cometer un error tras otro, pero finalmente, el muro, levantado en donde el cañón se abre a las llanuras definitivas de mi recorrido, dejó inconexas mis dos porciones. Los conductos planeados para mantener mi fluido, mi nivel, antes y después del muro, fallaron. Y mientras la mitad superior apenas lograba sobrevivir; la inferior murió de inanición, cuando no de gangrena o de tristeza, pues allá abajo ni siquiera las lluvias llegaban. Puede sonar estúpido lo que voy a decir, pero sin agua un río se muere.
Un día, mucho antes de que comenzaran las lluvias aguas arriba, escuché a una niña, una criaturita de esa especie Sapiens, que, desolada, se acercó en la llanura reseca, dando pasos corticos para no lastimar sus pies descalzos con los guijarros, y preguntó a un hombre viejo y seco que la llevaba de la mano: «Padre —indagó, con lágrimas en los ojos—, dígame qué le han hecho al río que ya no canta. Resbala como esos peces que murieron bajo un palmo de espuma blanca. Padre —insistió—, el río ya no es el río». El hombre no supo qué responder. La niña aventuró a decir: «Antes de que llegue el verano esconda todo lo que tiene vida. Padre, dígame qué le han hecho al bosque que no hay árboles. En las épocas de lluvia no tendremos fuego ni en verano sitio donde resguardarnos. Padre, mire que el bosque ya no es el bosque». Y, ante el silencio prolongado del padre, la niña volvió a hablar: «Padre, antes de que oscurezca guarde usted un poco de vida en la despensa. Sin leña y sin peces, padre, tendremos que quemar la barca, labrar el trigo entre las ruinas, padre, y cerrar con tres cerraduras la casa. Dice usted, padre, que si hay pinos hay piñones, que si hay flores hay abejas y cera, y miel. Pero el campo ya no es el campo. Padre, alguien anda pintando el cielo de rojo y anunciando lluvia de sangre. Alguien que ronda por ahí, padre. Son monstruos de carne con gusanos de hierro. Asómese y les dice que usted nos tiene a nosotros y les dice que nosotros no tenemos miedo, padre. Pero asómese porque son ellos los que están matando la tierra. Padre, deje de llorar que nos han declarado la guerra» .
Eso dijo la niña, como si rezara una letanía, mientras contemplaba desconcertada mi lecho mustio que, para ese momento, no era más que un pedregal por donde escurrían unos hilos de agua. Habían quedado al descubierto las bases de concreto, que antes habían estado sumergidas, de unos puentes construidos por los Sapiens para cruzarme. Las gentes que habitaban los pueblos ribereños se habían ido hacía tiempo, al perder sus formas de subsistencia; cómo iban a lograrla si ya no había agua, ni peces, ni aves, ni flores. Yo, del muro para abajo, no era más que un pedregal seco y fétido. A lado y lado de mi antiguo cauce, yacían pueblos fantasmas cubiertos de polvo y herrumbre, esqueletos de animales, hierros retorcidos, muros invadidos por la ma-leza, triciclos abandonados, herramientas de labranza inútiles, sementeras resecas, escuelas derruidas, hamacas deshilachadas por el viento. Y yo… un carrascal. En eso me convirtieron a partir de donde construyeron el muro. A medida que, desesperado e impotente, veía mi cuerpo inferior morir, fui testigo de la progresiva desaparición de mi fauna y flora —es imposible nombrar cada una de las especies— que siempre me acompañaron en esos parajes. Es triste ver la vida convertirse en muerte, más aún cuando es ocasionada con alevosía. Contra el muro quedaron represadas mis aguas, henchidas, derrotadas contra el talud, al servicio de un sueño trastornado, espectral y a la espera de una ventana en el muro para buscar su cauce natural, pero, lamentable-mente, quedaron yertas, sin esperanza.
Otro día, en medio de ese gran diluvio, que comenzó hace tres días, o tres me-ses o tres años, no aguanté más. Me quedé sin alternativas. Estallaron relámpagos; retumbaron los truenos, mis aguas detenidas contra el muro se rizaron, las guachara-cas se silenciaron y los bagres buscaron lo más profundo del cauce, las bestias que aún pastaban en las riberas se echaron; y el muro gimió, se quejó como nunca antes lo había hecho porque supo que había llegado su hora, que no había caso en seguir oponiendo resistencia a la más dúctil y, a la vez, más poderosa fuerza que hay en la natu-raleza: el agua. Y se agrietó. Primero un poco: apareció una fisura casi imperceptible, pero segundos después brotó otra grieta más abajo, y luego otra, y otra y otra más. Mis aguas comenzaron a filtrarse, a escurrirse por entre la mole de concreto, hormigón, hierro y roca. De pronto, se abrió un boquete y por allí quiso escaparse toda el agua detenida. El gemido del muro se convirtió en grito y el grito en alarido. Pero el mío fue más fuerte: tenía el ímpetu de la paciencia desbordada. El muro no pudo más; sucumbió. Estalló en un millón y cien pedazos y mi cauce salió, de un golpe, llevándose por delante ese anchísimo muro, y sus anclajes, que pacientemente, como hormigas habían construido durante años los sapientísimos Sapiens. Jamás se había escuchado en esta comarca, y quizás en ninguna otra, semejante estruendo, ni siquiera cuando mis hermanos volcanes de la cordillera han explotado y botan al cielo y derraman por las laderas sus entrañas de fuego, roca y minerales fundidos.
Para el cóndor, no sé si el mismo u otro distinto al que ahora planea con sus alas extendidas, y que volaba en ese momento sobre el muro, debió ser un espectáculo fantástico. Triunfo de Natura sobre Razón. Un cataclismo apoteósico, apocalíptico, apocatastásico. Sentí que toda la fuerza que había reservado para ese instante se po-nía en movimiento; mi última oportunidad, la única de reunir —y revivir— mis miembros separados. Cargué por delante lo que encontré: primero, por supuesto el muro, esa argamasa de piedra y cemento, y después, todo el andamiaje de túneles, máquinas, generadores, puentes, torres, cables y obras que hacían parte de ese atentado contra mi existencia. Luego me lancé a recuperar, con creces, los terrenos perdidos: el cauce, por encima de todo, pero también, las riberas, las laderas resecas, las planicies. Los pájaros, que habían olvidado su canto, al escuchar esa batahola, aletea-ron de alegría, levantaron vuelo y trinaron en celebración de la existencia; los peces, también represados, se precipitaron con las aguas desbordadas y llenaron los vericuetos del cauce recuperado. Claro, hay que decir que anegué las tierras que durante tiempos fueron desecadas; sin embargo, eran las primeras en recibir, con gratitud y jolgorio, cómo animas ofrendadas en lugares de pagamento, mi avalancha.
Las casas de las antiguas poblaciones, hacía tiempo abandonadas por falta de agua y de cosechas, quedaron sumergidas. La fuerza del desbordamiento fue tal que niveló cuanto encontró; no quedaron campanarios, ni edificios, ni muros, ni árboles en las plazas o los parques, ni cercas, ni vías. Pero tampoco había nadie que se lamen-tara; toda edificación había sido aniquilada mucho antes por el paso del tiempo desde cuando los últimos Sapiens de mis riberas tuvieron que emigrar. Mis aguas desboca-das corrieron libres, irrefrenables, como potros y potrancas en estampida, tierras abajo, inundando cuanta llanura encontraron, entregándose con desvergüenza a las tierras dadas por muertas, pues su sed las había calcinado y agrietado. Ellas restituye-ron las lágrimas que habían perdido, lagrimas necesarias para llorar la felicidad de verse renacidas.

III.
Los huesos del muro quedaron desperdigados por toda la llanura: bloques in-mensos de piedra y cemento apenas sobresalían las aguas, o se arrodillaban entre el cieno de las orillas. Algunos llegaron, de manera insólita, arrastrados por la corriente hasta las estribaciones de las serranías más lejanas de mi cauce. Semanas después quedaron sepultados bajo una espesa vegetación, como si esta quisiese borrar para siempre la afrenta causada.
Más sorprendente fue lo que notaron las brisas, pero también las aves, los pe-ces, los árboles, las flores y, sobre todo, las catleyas que comenzaron a brotar con el carnaval de agua que arribó: un larguísimo bramido emergió de un remoto lugar en lo más profundo de mi cauce, de las entrañas de lo que había sido, otrora, mi lecho. El acuífero despertó después de un larguísimo y desolador letargo. Mi hermano del alma, mi contraparte, mi sombra, mi compañero, el sustento desde mi nacimiento en las nieves del Coconuco por donde me precipito desde la cima de los Andes sobre valles caprichosamente inclinados, hasta mi desembocadura en el gran río Yuma. Mi contra-partida, mi espejo con quien había perdido la esperanza de prolongar la fraternidad que todo río teje con su lecho. Y, es que la profunda y henchida reserva para los tiempos de sequía se había agotado después de que el muro me cortó en dos, y no tuvo cómo devolver más aguas de las acumuladas para épocas de emergencia. El acuífero exprimió hasta la última gota de su esponja en un desesperado esfuerzo para que el cauce conservara una corriente mínima. La gran sequía ocasionada por los Sapiens había acabado también con mi hermano. Y con lo demás que dependía de nosotros.
Por ello, porque ya nadie recordaba la existencia de él, fue la sorpresa de peces, aves, ranas, babillas y cuanto ser viviente arrastró mi avalancha, cuando él bramó co-mo un bisonte en celo, y dijo: «¡Presente!». Nos habíamos vuelto a encontrar, reunidos en el mas afectuoso abrazo que dos seres puedan imaginar. Por momentos quería que mis aguas dejaran de correr llano abajo para que tuvieran tiempo de filtrarse por en-tre el lecho y colmar la esponja subterránea, devolverle lo que ella tantas veces había almacenado. Sentí que no tenía suficiente con qué pagarle, que corría el peligro de quedar seco de nuevo y fallar en mantener ese decisivo equilibrio. El rugido fue larguísimo, como el de una catarata inagotable, retumbó desde el subsuelo, ascendió por entre las aguas y emergió hasta la superficie para desparramarse por valles y laderas, trepar hasta las cumbres de las cordilleras, reverberar en los aires y llegar a los cielos; allá debió escucharlo el cóndor de los Andes, testigo de cómo las cosas se restituyen a su forma original. Ese bramido tardó varios días en disiparse para que de nuevo pu-diera escucharse el canto de las aves, el chapuceo de los peces y la balada de las ciga-rras en las orillas.
Ahora, todo ha vuelto a como fue en épocas remotas. ¡Tanto tiempo ha tenido que transcurrir para recobrar el estado original de las cosas! Dije que no echo de me-nos al Sapiens, pero soy injusto. En realidad, fueron algunos los que me hicieron daño durante lo que llamaron la cumbre de la civilización, la revolución tecnológica y no sé qué otras sandeces. De todos los Sapiens, ¿a quién extraño? A la niña que lloró en mi orilla, de la mano de su padre. También a los bogas sobre balsas que empujaban con grandes varas, no solo por mi cauce principal sino también por entre los ramales, ciénagas y pantanos que se forman en las tierras más bajas según la topografía del terreno; extraño, de igual forma, a los nativos que construían puentes colgantes para cruzarme, a los barequeros que cernían mis arenas en busca de un mineral precioso, a los pescadores que sacaban lo justo para su subsistencia, a los pilotos de los champanes y los bongos que transportaban mercancías de los humildes comerciantes aguas arriba o abajo, los que usaban las cañas y las palmeras de las riberas para construir sus chozas y techarlas, aquellos que desnudos atravesaron las selva virgen para llegar hasta mis orillas y beber de ellas y que domesticaron los pantanos para sembrar yuca y maíz.
Después llegarían los que construyeron puentes de hierro y de concreto, los pi-lotos de los vapores para navegarme, y por supuesto, los que vertían sin cesar, basuras y desechos tóxicos. A estos últimos Sapiens, los que me contaminaron y vulnera-ron mis entrañas no los extraño, como tampoco a los que usaron mis aguas para arrojar a las victimas de sus horrendas masacres, en lugar de darles el derecho a una sepultura, como ordena la Ley de Origen, y en su lugar dejaron que se fueran con la corriente, emponzoñando aún más mis aguas.
Pero esos tiempos cesaron. Hace tiempo no veo un Sapiens por mis riberas. No sé si más allá queden algunos. Nada sé de ellos. En estos últimos tiempos, cuando se vino esa borrasca formidable que duró tres días o tres semanas o trece meses o tre-cientos años, me dio por recordar los días cuando se asomaron a mis aguas los prime-ros de ellos que conocí: se arrodillaron ante mis orillas a beber agua, venían sedientos y me dejaron ofrendas, otros pescaron lo que necesitaban para la subsistencia, y muchos se quedaron a vivir cerca de mí. Fueron muchas generaciones con las que conviví hasta cuando llegaron los que edificaron el muro de la infamia.
Mientras el cóndor se decide a descender para posarse sobre algunos de los troncos que arrastro, organizo las reflexiones que reinan en la conciencia de mis aguas más profundas: puedo decir que estoy en paz. La rabia que llegué a sentir se ha disipado. El silencio y el aire puro me han ayudado a sanar. No hay ruidos de máquinas, no hay vapores ni humos tóxicos; mis aguas, si bien lodosas y ocres, están tan limpias como en mis mejores épocas. El rumor de mi corriente solo lo matiza la alga-rabía de las bandadas de aves que no cesan de cantar, de los chillidos estruendosos de los micos, de los rugidos de los jaguares, pumas y tigrillos que han renacido en los bosques y selvas de mis riberas.
Ahora veo al cóndor girar en espiral, majestuoso en su vuelo real. Se toma el tiempo necesario, como si buscara el mejor lugar para posarse, lo contemplo mientras desciende, maniobra sus alas con dulzura, casi sin esfuerzo, sin un aleteo, su mirada fija en el tronco que baja con mis aguas. Tengo mucho qué decirle, necesitaré varios días para contarle lo que ha sido de mí y confesarle cuánto lo he extrañado. Baja, baja, sus alas abiertas frenan la descolgada. Se posa. El trono que lo recibe apenas gira un poco con su peso. Mi caudal ruge. Y me escucha.

 

Dicen que parezco otro.
Pero sigo siendo el mismo
Desde tu vientre materno.
Miguel Hernández

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